Alonso Cueto

El complejo de Adán abunda en nuestra vida social y política. Muchos aspiran a ser el primer hombre y esa ilusión ocupa todo su narcicismo. El cambio tiene que ser rápido, pronto y motivo de celebración. “Hemos venido a inaugurar una nueva patria”, “Hoy empieza una nueva era”, “Es el inicio de un tiempo distinto”, son frases que nos recuerdan nuestro sentido del tiempo como una fiesta. Como bien sabemos, una vez que la fiesta ha terminado, hay que limpiar los restos.

Fiel a su concepción festiva, América Latina está llena de líderes que anuncian transformaciones absolutas. Uno de los ejemplos es el presidente Castillo quien prometía acabar con lo hecho en los “últimos doscientos años”, con los resultados que conocemos. Hace poco, Gustavo Petro, quien probablemente ganará las elecciones pasado mañana, dijo una frase que podrían haber dicho otros muchos: “El domingo cambiaremos la historia de Colombia”. Es lo que cree también el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, quien dirige un gobierno basado en su afición por las redes sociales. Bukele se ha definido irónicamente como “el dictador más cool del mundo mundial”.

La antigua necesidad de ser el primer hombre aparece en “Momentos estelares de la humanidad”, cuando Stefan Zweig describe el gesto de Nuñez de Balboa al acercarse al Océano Pacífico: “En ese momento, Balboa ordena a sus hombres que se detengan. Nadie debe seguirle. No quiere compartir esa primera vista del océano ignoto. Quiere ser el único, el primer español, el primer europeo, el primer cristiano que después de haber atravesado ese otro océano enorme de nuestro universo, el Atlántico, haya divisado por fin éste, aún desconocido, el Pacífico”.

La idea de ser el primer hombre, que podemos apreciar en nuestra historia y en la actual vida social y política, excluye asuntos esenciales para la marcha de toda comunidad. La idea del trabajo sostenido, paciente y colectivo le es totalmente ajena. Estamos en el mundo de los fundadores, de los refundadores, de los revolucionarios, los que no toman en cuenta nada de lo avanzado. Sin embargo, hablando de exploradores, hay otros ejemplos de hazañas y ambiciones cumplidas, sobre la base de la experiencia previa.

Se cumple en estos días el aniversario de una de las historias que nos siguen maravillando. El 29 de mayo de 1953, como parte de una expedición británica, y después de un ascenso lleno de dificultades, el neozelandés llegó a la cima del monte Everest. El y su acompañante Ten Zing fueron los primeros hombres en mirar el mundo desde el pico de la montaña, de casi nueve mil metros. Estuvieron allí arriba quince minutos. Hillary tomó fotos para demostrarlo. Pero cuando Ten Zing le propuso tomarle una foto en la cima, el neozelandés se negó. Quería que solo se viera la naturaleza desde arriba (hoy en la época de los celulares y ‘selfies’, imagino a cualquier persona queriendo figurar en la imagen).

La ambición de Hillary lo hizo luchar durante mucho tiempo solo para vivir esos quince minutos en la cima. Había acopiado toda la información sobre la montaña para llegar hasta allí. Junto a su guía, fue el primer hombre, pero su intención fue abrir camino a otros. Cuando le preguntaron por qué quería subir al Everest, contestó: “Porque está allí”.

La ambición de ser el primer hombre puede ser una desgracia o un bien mayúsculo. Avanzar sobre la base de lo conocido, en colaboración con un grupo, aprovechando lo hecho por los demás parece la única fórmula para llegar a lo más alto. Pero hay que hacerlo como Hillary, paso a paso.

Alonso Cueto Escritor