Ian Vásquez

¿Es usted optimista o pesimista acerca del estado de la humanidad y el progreso humano?

A principios de año, me parece oportuno dar razones para tener una mirada positiva. Suelo intentar desengañar a los pesimistas, que son la mayoría, con evidencia abrumadora respecto de un sinnúmero de indicadores de bienestar humano y su mejoramiento alrededor del mundo.

Pero vale la pena hacer una pregunta más fundamental. ¿Importa la actitud que tiene la gente sobre el progreso? Los académicos están apreciando cada vez más el papel que juega la cultura en el desarrollo y, específicamente, el impacto que tienen las actitudes culturales sobre el mismo progreso.

Un novedoso estudio de Jared Rubin y coautores mide una mayor confianza en el progreso en la cultura británica a partir del siglo XVII. Examina 173.000 textos en Inglaterra durante cuatro siglos y encuentra un incremento notable en el lenguaje optimista y el relacionado con el progreso en el período de la revolución científica y la Ilustración. Los autores concluyen que “una evolución cultural en las actitudes hacia el potencial de la ciencia explica en parte la revolución industrial británica y su despegue económico”.

Esos resultados apoyan el trabajo de dos de los historiadores económicos más destacados del mundo. Uno es Joel Mokyr, que explica en su libro “La cultura del crecimiento” que la creencia en el progreso entre los científicos formó la base del subsiguiente crecimiento europeo. La otra es Deirdre McCloskey, cuyo trabajo influyó a Mokyr, pero que difiere de este porque indica que el despegue económico de Europa ocurrió únicamente cuando se dio un cambio cultural amplio que incluía a las masas, no solamente a las élites, y que iba más allá de la creencia en la ciencia para incluir la importancia de derechos básicos como parte del progreso.

En todo caso, se va acumulando la evidencia de que la creencia en el progreso influye en el mismo progreso. Por eso, la científica Ruxandra Teslo se preocupa de lo que parece ser un incremento en el pesimismo. Cita la ansiedad ascendente sobre el cambio climático y el supuesto excesivo crecimiento económico y de la población, entre otras preocupaciones, que han resultado en políticas y propuestas que limitan la innovación.

Esas tendencias, dice Teslo, “significan un cambio en el pensamiento de las élites hacia una excesiva precaución (seguridad), el escepticismo ante la tecnología y el pensamiento de suma cero”. El cambio hacia el pesimismo lo califica como “el reto ideológico definitivo de nuestro tiempo”. Si tales actitudes influyen en el progreso, no augura nada bueno para el futuro.

John Burn-Murdoch del London School of Economics resume estos escritos y provee más evidencia. Él revisa millones de libros británicos y españoles y encuentra que, en ambos casos, cambios culturales favorables al progreso precedieron al crecimiento económico, un patrón que ocurrió mucho antes en el caso británico. Es más, Burn-Murdoch actualiza la data hasta la fecha. Encuentra que, en las décadas recientes, el lenguaje relacionado con el pesimismo ha incrementado notablemente, mientras que los términos asociados con el progreso han decaído un 25%. Una falta de optimismo racional reduce la creencia de que podemos resolver los grandes problemas de nuestros tiempos. Esto deriva también en propuestas que limitan tanto la creación de riqueza como las opciones para tratar los problemas. El rechazo reaccionario a la energía nuclear, entre las más seguras y verdes fuentes de energía que existen, es un ejemplo de tal mentalidad.

Ya en el siglo XIX, el historiador británico Thomas Babington Macaulay observó la tendencia entre ciertas personas que en nuestro tiempo aparentemente se ha acrecentado y que le llevó a preguntar: “¿en qué se basa el principio de que, con solamente mejoras a nuestras espaldas, no podemos esperar más que deterioro ante nosotros?”.

Hay que ser optimistas para que el futuro siga mejorando.

Ian Vásquez del Instituto Cato

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