“Nos hemos reunido aquí debido al egoísmo de un hombre con el orgullo herido... Esta es una insurrección incitada por el presidente”. Palabras de Mitt Romney, el republicano que se atrevió a criticar en solitario al presidente estadounidense Donald Trump y que, por ello, fue acusado de traidor por su propio partido. La toma y saqueo del Capitolio –símbolo del constitucionalismo y ahora escenario de un crimen– por parte de hordas nihilistas portando banderas alusivas al robo de las elecciones fue una directiva de Trump. El tuitero compulsivo vive, como bien sabemos, en un mundo paralelo, donde los únicos protagonistas son él y su teléfono celular. Sin moral, ni sentido de la historia, respeto por su cargo o reconocimiento de límites –e ignorante de ese concepto clave llamado ‘bien común’–, Trump exhibe un comportamiento errático que para muchos expertos corresponde al de un narcisista. Dicha patología, que es incurable, no le permite aceptar la realidad, en especial su contundente derrota frente a Joe Biden en las urnas. Una decisión que, llevada al terreno de lo público, ha colocado a la primera república de las Américas al borde del caos, con cinco muertos, decenas de heridos, un centenar de detenidos y una tradición de transferencia pacífica del poder seriamente dañada.
PARA SUSCRIPTORES: Asalto al Capitolio: “Es muy triste y vergonzoso para la democracia en Estados Unidos”
Desde la Guerra de Independencia, cuando las fuerzas británicas irrumpieron en el Capitolio para incendiarlo (1814), no se había visto ese nivel de violencia, alimentada por teorías conspirativas de todo calibre. Y mucho menos a un personaje como el autodenominado shaman, de la organización supremacista QAnon, dando alaridos mientras irrumpía semidesnudo y en modo troglodita –con una piel y cuernos de bisonte en la cabeza– al Legislativo. “Estamos a la par de las repúblicas bananeras”, escribió George Bush en un mensaje a la nación y coincido, quizás por primera vez, con el hijo de quien ordenó la invasión a Panamá. Con lo que no coincido es con esa toma de distancia, a la enésima hora, del núcleo duro del Partido Republicano, que durante cuatro años colaboró en crear un monstruo, que luego de azuzar la violencia y de prometer acompañar a la turba hacia el Capitolio, partió raudamente hacia la Casa Blanca. Desde ahí, vio la trifulca por televisión. Como buen cobarde que es, quitó el cuerpo demandando, vía Twitter, una “transferencia pacífica” del poder, mientras mandaba recuerdos amorosos a los centenares de terroristas a los que les pidió reclamar su reelección por la fuerza. Rudy Giuliani declara, muy suelto de huesos, que está “horrorizado ante lo ocurrido”, al igual que muchos de los propagandistas del trumpismo, que miraron al otro lado mientras el amigo de Vladimir Putin estimulaba a sus colaboradores y seguidores a delinquir una y otra vez. Nadie olvida que el tubo de ensayo de esta insurrección en Washington ocurrió en Michigan, donde el objetivo fue secuestrar a la gobernadora demócrata que criticaba a Trump y a quien él veladamente amenazó.
Muchos se preguntan si Trump es un fascista. Ciertamente, si vamos repasando la lista de requisitos (autoritarismo, clientelismo, espectacularización de la política, racismo, nacionalismo populista, mentira como consigna, desprecio por la democracia y sus instituciones, etc.), pareciera que diligentemente los va completando. Analistas de su administración argumentan, sin embargo, que lo que le falta para ser un fascista es el violentismo, un camino que hasta esta semana no se atrevió a explorar con tanta vehemencia. Más allá de definiciones teóricas para un fenómeno producto de una serie de transformaciones socioeconómicas y de aquello que Theodor Adorno denominó “la maquinaria hollywoodense donde fantasía y realidad se entremezclan”, no debemos olvidar que los autócratas no actúan solos. El ahora chivo expiatorio contó con un grupo que lo apoyó, aplaudió e incluso estimuló para lograr beneficios personales, como es el caso del cogollo republicano. Esa complicidad les significó prebendas económicas y el sueño hecho realidad de un estado ausente, ya que la “cabeza” estaba inmersa en su cuenta de Facebook o viendo la TV. “Volvamos a trabajar”, dice Mike Pence, luego del pandemonio. O “No cuenten conmigo. Suficiente es suficiente”, grita entre las carcajadas de sus correligionarios el inefable Lindsey Graham. Ambos acólitos de un culto nefasto, cuyo daño a la democracia y al ‘Grand Old Party’ de Abraham Lincoln todavía no es posible de evaluar en toda su magnitud.
VIDEO RELACIONADO:
Contenido sugerido
Contenido GEC