¿Puede nuestra democracia sobrevivir en perpetuo estado de inestabilidad política? Hasta hoy, nuestros resortes institucionales y sociales han funcionado de una u otra manera. La prueba de ello es que llevamos 20 años viviendo en democracia y, aun con una crisis en ciernes, todo apunta a que en abril celebraremos nuestro quinto proceso electoral consecutivo.
Pero esto no significa que las cosas no puedan, de súbito, ir por un carril distinto. Cambios bruscos en el poder ocurren y de muchas formas: en la historia hemos observado golpes “de masas”, militares, vacancias, renuncias forzadas y hasta magnicidios. La lucha por el poder es despiadada, traicionera y muchas veces violenta.
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Lo increíble de nuestra perpetua inestabilidad política es la difusa importancia de los factores subyacentes. Observemos a otros países que soportan años de crisis política. Según el Índice de Estados Frágiles, el Perú se encuentra desde hace tiempo en la categoría “en peligro”, junto a países como El Salvador (casi un ícono regional de crisis política), que debe lidiar con la violencia (entre el Estado y las maras), la pobreza extrema y una increíble fragmentación política y social. Los resortes institucionales salvadoreños son ridículos para la gravedad de su situación y para crecer económicamente, de modo que es casi improbable que los salvadoreños vean oportunidades de cambio.
¿Estamos en una situación parecida? Nada apunta a ello y, sin embargo, estamos más cerca de El Salvador que de Argentina, que vive en perpetua crisis económica y con gobiernos cuestionados por corrupción (y hasta sospechas de asesinato).
En los últimos 20 años, el Perú ha incrementado sus ingresos per cápita en un 356%, ha reducido la pobreza del 48% al 22% mientras reducía su coeficiente de Gini (desigualdad económica), se han integrado millones de pequeños agricultores y artesanos a los mercados, se han desarrollado nuevos sectores productivos y somos actores del mercado global de múltiples bienes y materias primas.
Nada de ello ha servido, lamentablemente, para que la lucha por el poder sea por “mejorar” nuestra situación. En lugar de aprovechar las mejoras económicas y sociales, la consigna política es comparativa: a falta de ideas y agendas, demostrar que la competencia es peor que el diablo en campaña. Y claro, después de una guerra tan hepática y ponzoñosa, el espacio para acuerdos es casi nulo. Recordemos sino los quinquenios de Alejandro Toledo (con Alan García sugiriendo su vacancia), García (con Ollanta Humala promoviendo su destitución), Humala (múltiples crisis políticas), y el quinquenio PPK-Vizcarra como resumen de lo mismo.
¿De estas crisis pueden derivar mejores o peores tiempos? La historia apunta a lo segundo. La inestabilidad política perpetua es una carta de invitación al orden, no institucional, sino personalísimo. Ese es hoy nuestro riesgo.