Alonso Cueto

El ritual del sacrificio que se recuerda hoy (Jesús muere por nosotros) es común a todas las épocas. Los padres se sacrifican trabajando para que sus hijos tengan un futuro. Los seguidores de alguna causa se sacrifican en favor de un ideal. En la mitología, los sacrificios abundan. El cruel y desfachatado Agamenón mandó sacrificar a su hija Ifigenia para poder continuar su marcha hacia Troya (aunque se rumorea que ella logró escapar a la muerte gracias a la diosa Artemisa). Abraham está a punto de sacrificar a su hijo Isaac cuando Dios interviene. Pero en la vida cotidiana, entre gente que conocemos, hay algunas personas que se sacrifican sin ningún motivo, quizá solo por un instinto que los recompensa.

A este grupo pertenece Eufrasia Vela, la protagonista de la novela “”, de Gustavo Rodríguez, que acaba de ganar el Premio Alfaguara de Novela. Eufrasia es un ser solitario que atiende a seres que sufren la mayor soledad de todas: una vejez desamparada y lúcida. Eufrasia los visita, los ayuda, habla con ellos. Algunas ancianas, como doña Carmen (uno de mis personajes preferidos), le hacen algunas confidencias. Cuando las lágrimas corren por el rostro de “piedra agrietada” de Carmen, Eufrasia le dice algunas frases de sencilla sabiduría. Doña Carmen está tendida todo el día, pero dice que no la aburre el techo. “Este techo es mi cine”, afirma refiriéndose a todo lo que puede imaginar. Eufrasia la levanta para que pueda ver la luz dorada del atardecer, se pone a tararear una canción conocida por ambas y en un momento las dos cantan juntas. Cantar juntas las lleva a hurgar en lo más secreto y precioso de cada una. Es un breve paraíso para doña Carmen.

Otro personaje de la novela, el doctor Harrison, es un heredero de recuerdos sensuales. Su silencio está poblado de historias de descubrimiento infantil como los que comparte con su hermano Donald. En esa memoria, ambos están escuchando una radio de la que irradia una guaracha mientras una “ocurrente mujer de Pucallpa les enseñaba a bailar a ambos”. Los recuerdos son un paraíso para el doctor Harrison, pero la vejez es un bastón en el que tiene que apoyarse para los largos caminos que le traza su habitación. El doctor sabe que tiene que agradecerles mucho a las imágenes de su pasado, entre ellas “la imagen del Urubamba corriendo plateado bajo la luna antes de ver amanecer en Machu Picchu”. Vive una vejez llena de entereza.

La vida y la muerte de Harrison, de Carmen, de todos los otros viejos de la residencia que visita Eufrasia (que no es una persona joven), se convierten para ella en una tranquila obsesión. Eufrasia cumple con la primera regla de una amistad: hacerlos reír de vez en cuando. Reunidos, atrincherados en la sala, los ancianos se cuentan sus recuerdos, se hacen confesiones, hablan de sus películas preferidas. El maravilloso tío Miguelito sella el pacto. Les asegura que ninguno de ellos morirá solo.

Cien cuyes” es una novela sobre la vejez y el deterioro, pero tiene una mirada definida por la ternura y el humor. Estos seis ancianos, parapetados en sus conversaciones y en la asistencia de Eufrasia, afirman buscar la dignidad. Al leer esta estupenda novela, yo sentía que ya la habían encontrado. Es una dignidad de la entereza sin quejas, que solo se mide por la cifra de los cuyes.

Eufrasia es una heroína anónima. Su sacrificio en realidad la hace sentirse recompensada y, a su modo, feliz. Es alguien que, como afirmó Borges en “Los justos”, está salvando el mundo.

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Alonso Cueto es escritor