El presidente Pedro Castillo estaría incurriendo cada vez más en uno de los mayores delitos penales, lamentablemente no tipificado en su real alcance, pero de obvia dimensión política catastrófica: el del secuestro del Estado, una de las más graves formas de violencia contra todos los que democráticamente estamos representados en él, como instituciones y ciudadanos.
Basta contemplar, como en una cinta cinematográfica de terror, la suerte del Estado Peruano en solo 11 meses del gobierno de Castillo, para advertir, estupefactos, que nuestra condición de rehenes ya no debe de sorprendernos.
Inclusive alguien que ha estudiado profundamente la evolución del delito de secuestro, como el respetado jurista peruano Luis Lamas Puccio, reconocerá sin duda que hay dictaduras y tiranías revestidas de autojustificación política e ideológica que no son sino maquinarias criminales de extorsión que tienen como víctima, oh ironía, a lo que ellas llaman su fuente de poder e inspiración: el pueblo.
Colombia ya pasó por el cautiverio violento de poblaciones enteras a manos de las FARC, como pasó el Perú con las comunidades indígenas a manos de Sendero Luminoso. ¿Qué se perseguía, en última instancia, en ambos casos? ¿Acaso no era el secuestro del Estado Colombiano y el secuestro del Estado Peruano?
Que no vengan a decirnos los señores Castillo y Vladimir Cerrón que uno y otro son los genuinos representantes de la revolución campesina que busca sacar al Perú de la corrupción.
¡¿Alguien puede creer que la hoy perseguida gavilla de delincuentes metida día, tarde y noche en Palacio de Gobierno, realmente buscaba, de la mano del presidente Castillo, liberar al Perú de la corrupción?!
El “más me pegas, más te quiero” y el síndrome de Estocolmo (la emotiva solidaridad de las víctimas con sus captores), trasladados a la compleja relación de gobernantes y gobernados, agravan la violencia con la que el poder político se impone sobre el aparato y presupuesto estatales.
Una masa de secuestrados puede hasta sentir la sensación de trasladarse de un lado a otro sin problemas y de ejercer determinadas libertades, como la prensa de emir sus noticieros y publicar sus diarios y revistas, pero más temprano que tarde descubrirá que su estatus real consiste en no poder ir más allá de lo permitido, contra el derecho legítimo de una sociedad a estar bien informada.
Los actuales delitos imputados a Castillo por las millonarias concesiones ilícitas del puente Tarata III constituyen apenas la punta del ‘iceberg’ de responsabilidades penales de más alto grado. Al haber convertido, por ejemplo, en rehenes suyos a poderes del Estado de pronto anulados en su capacidad de control y sanción sobre actos abiertamente reñidos con la función presidencial.
Que tres estrechos allegados suyos de su más entera e íntima confianza, como su ex secretario general Bruno Pacheco, su exministro de Transportes y Comunicaciones Juan Silva y su sobrino Fray Vásquez, sean prófugos de la justicia, no revela que la Policía Nacional del Perú (PNP) no pueda capturarlos, sino que cada ministro del Interior, al que está subordinada la PNP, tiene la clara y determinante misión de proteger el silencio de los tres personajes requeridos.
Es tal su acumulación de evidencias de incompetencia y de delitos, desde su declaración pública de no estar preparado para gobernar hasta la presunta aprobación por él de todos los negociados pactados en Palacio de Gobierno y en el despacho presidencial paralelo del pasaje Sarratea en Breña, que ningún presidente en la historia ha puesto prácticamente su cabeza tan cerca de la vacancia constitucional por incapacidad moral permanente como Castillo.
Demasiado frágil el Congreso para sancionarlo. Demasiado frágil la fiscalía para investigarlo hasta donde quisiera hacerlo. Demasiado frágil el Poder Judicial para enfrentarse al todopoderoso Vladimir Cerrón, padre putativo de Castillo. Demasiados frágiles el Ministerio del Interior y la Policía Nacional para capturar a las “gargantas profundas” del presidente. Demasiadas frágiles las Fuerzas Armadas para impedir la quiebra acelerada del orden interno estructural del país, bajo instigación de cuadros políticos gubernamentales vinculados al Movadef y a Sendero Luminoso. Castillo sabe que si deja a Pacheco, a Silva y a su sobrino Fray Vásquez sin protección, las confesiones sinceras de estos lo arrastrarán a la vacancia y, de ahí, a la prisión. Sin embargo, la hoy aparentemente férrea impunidad de Castillo corre el riesgo paralelo de romperse por cualquier nuevo hilo de la misma madeja: el del siguiente imprevisible testigo o cómplice, decidido a hablar como lo hace hoy Zamir Villaverde.
Muchos actos conocidos en el mundo como manifestaciones insurreccionales y revolucionarias, bajo la falsa premisa de responder a mandatos populares, son puros y duros actos de delincuencia común que, como en el caso del Gobierno de Castillo, han terminado por secuestrar la democracia, el Estado, las libertades, la economía, el patrimonio productivo y el sentido de futuro de 30 millones de peruanos. Por poco no terminan de secuestrar también la Constitución.