Una de las reformas más saludadas de los años noventa es la autonomía funcional del Banco Central de Reserva (BCR), reforma que sería la explicación principal del alto nivel de estabilidad monetaria que el país ha gozado durante casi tres décadas. Sin embargo, para asegurar esa continuidad, creo que sería importante entender que la autonomía técnica de una institución pública no descansa solamente en leyes, ni siquiera cuando estas gocen de nivel constitucional. El otro sustento que se necesita para asegurar la autonomía técnica de una institución pública es el respeto.
Cabría recordar que el BCR gozaba ya de un importante grado de autonomía desde la Constitución de 1979, instrumento que protegía al presidente y demás directores de despido antes de sus cinco años de mandato, salvo por comisión de “falta grave” a juicio del Senado de la República.
Esa protección fue puesta a prueba por el presidente Fernando Belaunde en el 1984, quien pidió públicamente mi renuncia como presidente del BCR, pedido que fue apoyado por una campaña de graves acusaciones lanzadas por partidarios políticos y varios medios alegando que, al negarse a financiar al Gobierno, el BCR se estaba responsabilizando del no pago de la deuda externa y de la reducción de importantes gastos públicos en obras y servicios sociales justo en el momento de emergencia que vivía el país por el fenómeno de El Niño en el año 1983. En aquel momento, el “hardware” de la protección constitucional surtió efecto, aunque quedó clara la falta de “software” para proteger su funcionamiento.
Una segunda prueba de la defensa constitucional se produjo con la elección del presidente Alan García en el año 1985, cuando su gobierno eligió un directorio que negaba la necesidad técnica de limitar la emisión monetaria. En ese contexto, la “independencia” constitucional del BCR tenía nulo efecto debido a la coincidencia de ideas entre este y el Ejecutivo. Nada impidió que García reemplazara directores, cambiando tanto al presidente como a otros directores durante su gestión, escogiendo a personas cuyas opiniones técnicas monetarias y fiscales coincidían con las suyas.
Con la elección de Alejandro Toledo como presidente en el 2001, un nuevo directorio empezó a funcionar, ya con la reforzada formulación constitucional de “autonomía” de la Constitución de 1993. En ese contexto, tres de los siete nuevos directores propusieron una política monetaria atrevida que, según su opinión, sería más favorable para impulsar el crecimiento productivo. Su propuesta no fue aceptada y se optó por continuar la política más cauta del período Fujimori. Sin embargo, la renuncia y posterior reemplazo de un director creó una mayoría que desvió el objetivo de una política monetaria atrevida hacia una purga de funcionarios.
La relación entre los gobiernos, y los directorios y funcionarios del BCR es más variada, compleja y humana, que la prevista por la Constitución. Es de suponer que cuando presidentes o ministros tengan la intención de impulsar el gasto con apoyo, aunque sea indirecto, del BCR, no nombrarán presidentes o directores de esa institución que frenen sus planes. Es interesante, entonces, que el presidente Pedro Castillo haya decidido mantener en el cargo a Julio Velarde, un experto defensor de la estabilidad monetaria.
Pensando en el objetivo más amplio de lograr un buen gobierno, el caso del BCR nos ayuda a tener más clara la diferencia entre el “hardware” legal y el ingenio, flexibilidad mental y fuerte personalización –el “software”– que constituye la forma en que transcurre la mayor parte de nuestra vida colectiva.
*El autor fue presidente del Directorio del BCR en dos períodos del 1980 al 1985 y del 2001 al 2003.
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