La orina infantil no mata el coronavirus. Tampoco la cocaína, ni los secadores de manos. No sirve bañarse en gel antibacterial para prevenir el contagio. No hay pruebas de que los perros y gatos queden infectados por el COVID-19, ni de que el virus pueda viajar grandes distancias (superiores a un metro).
No hubo saqueo en un supermercado en Lima, y ladrones disfrazados de médicos del Ministerio de Salud tampoco se metieron a robar a una casa.
Todas fueron noticias falsas que tuvieron que ser corregidas por autoridades estatales. Es vergonzoso que en tiempos de emergencia sanitaria debamos invertir tiempo en desmentidos. Es lamentable pero no sorpresivo.
Con poco temor a equivocarme, diría que la proliferación de las ‘fake news’ alcanza su máxima expresión en dos coyunturas: campañas electorales y emergencias.
Un estudio en Chile (Montero-Liberona y Halpern, 2019) mostraba que las personas que prestan mayor atención a las noticias de salud tenían mayor posibilidad también de compartir noticias falsas. También sucedía así con las personas que mayor confianza tenían en sus contactos de redes sociales y con quienes menos confiaban en medios de comunicación tradicionales.
Las redes sociales han ayudado a que más personas puedan expresarse masivamente. Lo que no nos han regalado las redes sociales es autocontrol: la capacidad de amarrarnos los dedos cuando más hace falta. Preferimos compartir cualquier estupidez a no escribir nada. Será por egocentrismo o por temor a no ser popular (fear of missing out o FOMO), pero inundamos las redes sociales de datos inútiles o abiertamente nocivos. Es como si ante un terremoto, usáramos la línea telefónica para contarnos el último ampay de Jean Deza. Si lo que se comparte en redes sociales tuviera consistencia física, se entendería recién el desabastecimiento de papel higiénico.
Pareciera que el COVID-19 ataca de costadito nuestro sistema nervioso, doblega nuestras neuronas más sensatas y nos fuerza a dar clic en compartir. Todo para estar ahí. En la ultimita. En lo popular. No hay chat grupal donde no recibamos las predicciones de Nostradamus sobre el virus o la última “primicia” que dice que el coronavirus también se transmite por picaduras.
Y es penoso cuando los medios de comunicación se prestan al juego de los rumores. Cuando personas profesionalmente entrenadas (se supone) para informar, hacen todo lo contrario. Pues la desinformación no solo se genera por la ausencia de información, sino también por exceso. ¿Qué le aporta a la ciudadanía un reportaje desde un mercado donde una señora clama que sus jugos curan el coronavirus? ¿Qué rayos importa si un buhonero –conocido apenas por ser uno de los otrora “toy boys” de una cantante criolla– llora porque no puede regresar de España por la suspensión de vuelos?
Nimiedades como estas distraen la atención y ocupan espacios informativos que en la actualidad son supervaliosos.
Dejemos de compartir información no oficial o no corroborada por medios periodísticos reputados. No perdamos tiempo preguntando por chismes. Evitemos, siquiera por unos días, la cobertura banal que trivializa un asunto serio. De acá a unas semanas o meses, pocos recordarán las pamplinas que se inventaron en épocas de emergencia, pero quizá sí a quienes ayudaron con información valiosa.
Tenía razón la profesora de Antropología Heidi Larson cuando decía que la pandemia más grande y peligrosa era el virus de la desinformación.