Y también nos mata.
Setecientos compatriotas han perdido la vida por el COVID-19 y es ya demasiado el dolor acumulado. Resulta duro decirlo, pero esta lúgubre estadística va a ir aumentando. No se sabe, a ciencia cierta, cuándo llegaremos al pico de la infección.
Por un lado, hay esperanza de que, al haber actuado a tiempo, no lleguemos a los horrores de, por ejemplo, Italia, en el que hubo días en los que murieron más de mil personas y donde ahora, en la bajada, todavía fallecen más de 400 personas cada 24 horas. Por el otro lado, hay temor de que la cantidad de gente que tiene que salir, aun contra su voluntad e instinto, pueda haber perforado, irremediablemente, la eficacia de la cuarentena. La verdad es que no lo sabemos.
Falta mucho por venir, pero en estas seis semanas ya hemos mutado mucho como país.
Así, a comienzos de abril, los distritos de clase media aún lideraban las estadísticas de contagios, dado que fueron la pista de aterrizaje del virus a través de los viajeros que retornaban de Europa.
Ahora la figura se ha invertido. Si en Miraflores había 98 casos y solo subieron a 214 (cifras del 22 de abril), en San Juan de Lurigancho, en cambio, había solo 35 y subieron a 582. Muchos otros distritos populosos comparten ese crecimiento geométrico. Mercados congestionados e insalubres, así como colas inacabables (¿inevitables?) por los bonos lo explican.
La enfermedad también se volvió nacional. Al empezar la cuarentena, esta era un fenómeno básicamente limeño. Ahora no hay región en la que no haya casos en aumento. En la costa norte ya hay casi tantos muertos como en la capital. Un tema complicado, porque fuera de Lima la infraestructura y el personal sanitario son aún más deficitarios.
A la vez, Lima, como referente de progreso y mejores condiciones de vida, se eclipsa. Ahora son muchísimos (más de 167 mil ya inscritos) los que quieren regresar a su tierra, vista como refugio, dado que ya no tienen nada en la capital. Pero el proceso “formal” de retorno es muy complejo, porque se requiere no estar contagiado al salir y pasar una cuarentena de 14 días al llegar. Muchos cortarán camino.
Otro cambio: el campo, del que tantos huyeron buscando una alternativa de vida mejor, se vuelve un lugar de esperanza, ya que, por lo menos, allí habría qué comer.
Han mutado nuestros prejuicios sociales. Si antes los venezolanos eran estigmatizados porque quitaban trabajo y contribuían al crimen, ahora muchos retornantes enfrentan el rechazo de sus propios paisanos, que temen que sean los portadores del virus.
Ha cambiado, también, el ánimo de los policías que trabajan por nosotros en estas durísimas circunstancias (80.000, según información oficial).
Les duele mucho e indigna más la corrupción destapada en las contrataciones para la emergencia. No son pocos los casos denunciados. El inocultable y creciente fraccionamiento en bandos de muchos generales hace que se denuncien unos a otros y entreguen a los medios las pruebas. ¿Por qué el Ministerio del Interior no centralizó y transparentó las compras?
Me concentro en la tardía fumigación de las comisarías (según el jefe policial de Lambayeque, el virus está allá en 35 de las 49 dependencias policiales). El Comercio ha difundido que, en varios casos, esta fue hecha por compañías no dedicadas a esas funciones, ni autorizadas por el Ministerio de Salud. Algunos deben haber ganado mucho, pero en varias comisarías, la equivocada combinación de los químicos hizo que la fumigación fuera ineficiente y a la vez tóxica.
Según el sector Interior, tienen 1.300 infectados. Las cifras reales –me confían desde adentro– rozan los 2.000. Parte importante de ellos de comisarías. No había allí condiciones de aislamiento, ni para un descanso digno.
¿Por qué Interior no contrató hoteles cercanos con condiciones básicas de limpieza? Miles de camas diarias de hotel y alimentación habrían sido, además, un empujón importante para el golpeadísimo sector hotelero. Es injusto e innecesario lo que ocurre con nuestra policía. Y es tremendo el desafío del nuevo ministro.
Regresemos a las calles que ellos cuidan. Hasta ahora, salvo incidentes aislados, algo no ha mutado. Con una serenidad admirable, los sectores más vulnerables no han optado por conseguir, por las malas, lo que el virus ya no les permite conseguir por las buenas. Hay que estar muy atentos a esto. Hay ya mucha gente que dice “igual mata el virus que el hambre”. Están dentro de una olla a presión. El bono anunciado por el Gobierno es una importante válvula de escape, pero lo será más si llega rápido y sin demasiadas congestiones.
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