(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)

El 16 de marzo de 1968, una compañía de soldados estadounidenses entró a la aldea vietnamita de My Lai, que ya solo estaba habitada por ancianos, mujeres y niños, matándolos a todos. Los hechos se conocieron por los testimonios de los propios soldados que participaron, muchachos comunes y corrientes transformados por una guerra que generaba en sus protagonistas pánico y, a la vez, la urgencia de arrasar con el enemigo para salvarse.

“Tuvimos que destruir la aldea para salvarla”, se le atribuye haber dicho al teniente Calley, jefe de la compañía que perpetró el hecho.

Con las inmensas distancias que nos separan de lo ocurrido en My Lai, cabe reflexionar sobre aquellos que hoy quieren salvar la democracia acabando con ella.

Me refiero, en primera instancia, al documento enviado por muchos oficiales en retiro de las instando a los comandantes generales de los institutos a que violen la Constitución y desconozcan el resultado si es que no concuerda con lo que ellos desean (documento sin firmas, pero, que yo sepa, ninguno ha negado su nombre posteriormente). El que algunas personas centren su reflexión en el “derecho de opinión” de sus protagonistas da cuenta que las convicciones democráticas flaquean en situaciones en las que el miedo a lo que puede hacernos el adversario se instala.

Me preocupa, además, que haya muchos que en su fuero interno puedan tener la actitud de la foca. Es decir, que de la superficie para afuera muevan la cabeza en actitud de negación, pero por debajo de esta aplaudan la posibilidad de un golpe de Estado.

Y no voy a desmerecer ese temor. Me encuentro entre quienes piensan que , por sus palabras y por sus silencios, no es necesariamente garantía de un gobierno democrático; que no queda claro que Pedro Francke tenga asegurada una cierta estabilidad como vocero económico. Peor aún, cada vez son más los congresistas de que reivindican a , que exigen que se respete su rol y que testimonian que Castillo y Cerrón siguen coordinando regularmente.

Y el líder de Perú Libre no es cualquier personaje. Es alguien que, más allá incluso de sus visiones sobre la economía y sus temas de corrupción, sostiene (hay audio y video) que la “revolución empieza con la llegada al poder, pero requiere no dejarlo”, poniendo como paradigma de ello a Nicolás Maduro. Le faltó agregar al aliado del dictador venezolano, Daniel Ortega, que ya ha metido presos a cinco candidatos presidenciales que se oponen a su reelección infinita en Nicaragua.

Para muchos peruanos, me incluyo, defender la democracia es un asunto de principios no negociables. Pero habría que decirles a los que dudan que la democracia –con sus pilares de autonomía de los poderes del Estado e irrestricta libertad de prensa y opinión– es el arma más poderosa que tenemos hacia adelante.

Recordemos que ningún candidato de segunda vuelta nos trasmitía confianza en que la respetarían, dadas sus trayectorias y/o discursos.

De ahí la importancia del juramento democrático ante la bandera nacional y el crucifijo (ambos son católicos creyentes). En política no hay que ser ingenuos y sabemos que en campaña los políticos nos mienten sin ruborizarse. Pero desde el lado del ciudadano hay que establecerlo como un muro de concreto y no debemos dejar que sea mínimamente erosionado.

Ayuda que los juramentos hechos no permitirían “interpretaciones auténticas”: respetar y proteger la independencia y los fueros de otros poderes del Estado o respetar, estimular y defender decididamente la libertad de expresión y de prensa, por ejemplo.

En concreto e inmediato, el tema clave y parteaguas que vendría luego de la proclamación de Castillo es el de la convocatoria a un referéndum para una asamblea constituyente.

No hay duda alguna que ello está en marcha. Es una de las pocas cosas en las que siempre Castillo se mantuvo firme. Es una demanda que une a todas las organizaciones que han apoyado a Castillo explícitamente, incluidos Juntos por el Perú, Frente Amplio, Perú Libre, los etnocaceristas y el Movadef.

Por eso es tan importante que Pedro Castillo haya jurado que “cualquier cambio y/o reforma, incluida la de la Constitución, solo se hará a través de los mecanismos constitucionales vigentes y en respeto al estado de derecho”.

¿Pueden lograr su objetivo sin incumplir el juramento? Todo parece indicar que es imposible. ¿Será esa imposibilidad razón suficiente para dejar de insistir? Es un asunto tan recurrente y definitorio para ellos que nadie, sin una venda en los ojos, puede estar seguro de que respetarán lo jurado.

Es verdad, pues, que en democracia el futuro no está garantizado. En cambio, en dictadura si lo está. Del signo que fuese, tendríamos un nuevo desastre nacional, que se habría adicionado a los que ya veníamos sufriendo.