En una democracia, la política sirve para procesar los reclamos ciudadanos. Estos, a su vez, se van resolviendo con mejores diseños de políticas y con una mayor recaudación tributaria. Esta es la historia de los países desarrollados en los últimos 70 años: economías guiadas por el mercado con tamaños del Estado del orden del 40% del PBI. Hoy en día, no existe en el mundo un solo país desarrollado que no tenga –en mayor o menor grado– estas dos características.
Dentro de América Latina, la chilena fue la economía que registró el mayor crecimiento en los últimos 35 años. Los últimos 30, bajo gobiernos democráticamente elegidos. De hecho, iba camino a alcanzar el desarrollo económico en los próximos años. En las comparaciones con los países de la OCDE –de la que es miembro–, Chile sale rezagado. Pero en las comparaciones con países de nuestra región, lidera la mayoría de los indicadores económicos y sociales.
En el último año y en la pre-pandemia, cuatro temas económicos acapararon las protestas ciudadanas en Chile: educación, salud, pensiones y concertación de precios. En su mayoría, estos son puntos válidos.
Educación. Existe un quiebre entre la educación escolar y la superior y técnica: el financiamiento. En la práctica, las dos últimas solo son accesibles para familias de clase media. Cada año, decenas de miles de jóvenes no pueden seguir progresando en sus vidas porque sus familias no tienen los recursos para continuar con su educación superior o técnica. El sistema de becas y subsidios es insuficiente para cubrir las demandas de las clases populares. Este sistema mal diseñado, además, favorece los círculos de pobreza.
Salud. La esperanza de vida ha aumentado y las prestaciones del sistema privado han progresado a niveles superiores en la región. Sin embargo, el sistema público está colapsado y no cubre la demanda. Se trata de un problema de gestión y presupuestario (el aporte al sistema de salud es de 7%). De hecho, este tema es muy sensible y fue aprovechado políticamente por la expresidenta Michelle Bachelet, cuando fue ministra de Salud durante el gobierno de Ricardo Lagos.
Pensiones. La mayoría de los chilenos percibe que tiene pensiones relativamente bajas, aunque estas son superiores a las de muchos países de la región. Allá –y acá– el enmarcado populista brilla. La informalidad laboral no es baja en Chile; oscila entre el 25% y el 30%, y los períodos de no aporte no son menores. Los episodios de desempleo, por otro lado, no son infrecuentes.
Las pensiones van de acuerdo al esfuerzo pensionario de cada trabajador. Digamos: si de 40 años solo se aporta en 25, la pensión será baja. La prensa poco profesional ha abusado de estos y otros episodios más extremos para presentarlos ante la opinión pública como un fracaso de las administradoras de los activos, y no del diseño mismo del mecanismo y del sistema pensionario. Se espera que el Estado subsidie un sistema de pensiones mínimas.
Los tres problemas anteriores se resuelven con un mayor crecimiento económico y una mayor recaudación. Ese es el camino que han seguido los países desarrollados. Veamos ahora el cuarto.
Concertación de precios. Luego de sonados casos de concertación de farmacias y de productores de papel higiénico, Chile finalmente tiene una ley de competencia similar a la de los países desarrollados. La misma que incluye sanciones penales.
Lamentablemente, el sistema político chileno no pudo procesar las amplias demandas ciudadanas de las nuevas clases medias. Su sistema político elitista –tanto de derecha como de izquierda– se fue alejando de las conversaciones cotidianas de esas clases emergentes. El segundo gobierno de Bachelet tuvo una mejor lectura de esas demandas, pero sus políticas llevaron a un menor crecimiento económico. El segundo gobierno de Sebastián Piñera no dimensionó el problema político y social, y fue acorralado por las tenazas de la más grande movilización política y social de su país, y por las hordas de violencia callejera que finalmente llevaron a un plebiscito para alcanzar una nueva Constitución.
En abril del 2021, los chilenos elegirán una asamblea constituyente, que dispondrá de un año para redactar una nueva Carta Magna.
El escenario más probable es que, debido a que se requiere una mayoría calificada para la aprobación de cada artículo, se obtenga una redacción general que no cambie mucho en la práctica. El bloque que votó a favor –cerca del 80%– es muy heterogéneo. Una amplia mayoría quedaría satisfecha con cambios menores y cargados de simbolismo. Después de todo, somos seres humanos: nos gustan las narrativas. Bastarían ciertos énfasis y que ya no sea la ‘Constitución de Pinochet’. Sin embargo, una minoría movilizada y violenta seguirá exigiendo más cambios, los mismos que no pudieron lograr en las urnas. Otro escenario sería que –en el ánimo de buscar consensos– los textos finales contengan algunas contradicciones. Ello entrañaría algunos riesgos, con lo que, en definitiva, el problema pasaría al futuro tribunal constitucional.
En el caso peruano, solo la izquierda más extrema ha tenido como bandera la redacción de una nueva Constitución. Sin embargo, con un sistema de partidos políticos inexistente y con clases medias empobrecidas por la recesión del COVID-19, es posible que algunas voces populistas se sumen a los cantos de la izquierda más radical. Ojalá no destruyamos la máquina que ha servido para reducir la pobreza y, más bien, afinemos lo que sea necesario para continuar con el crecimiento económico y la igualdad de oportunidades. En otras palabras, ojalá avancemos con un mejor diseño de mercados y marcos regulatorios. Aunque parezca contradictorio, no lo es, caso por caso. No suframos un ataque masivo de populismo que nos llevará a un estancamiento económico.
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