Esta semana recordamos y lamentamos un año de la llegada de la terrible pandemia, dejando de lado otro aniversario agrio: el del nuevo Congreso. Se tenía una muy limitada expectativa de lo que los nuevos congresistas pudiesen hacer para mejorar el escenario político que dejaban sus predecesores. Pero este año, antes que mejorar, nos hemos degradado todavía más. Y los candidatos deberían tenerlo muy claro para lo que se viene.
Desde el 2016 al 2020 se horadaron reglas básicas de las relaciones Ejecutivo-Legislativo que debilitaron al Poder Ejecutivo: condicionar la confianza inicial a los gabinetes, interpelaciones abusivas, censuras. No se trata solo de sumar estos pedidos para ver la creciente crispación, sino apreciar el tono de amenaza con el que iban acompañados. Se comenzó a mencionar la vacancia presidencial como una opción cotidiana sobre la mesa y el cierre del Congreso apareció como una solución pragmática para controlar a este poder. Armas nucleares, excepcionales, hoy son parte del paisaje político.
También en esos años se degradó el Poder Ejecutivo. El Ministerio de Economía y Finanzas y la Presidencia del Consejo de Ministros perdieron peso para controlar el gasto público. Cada vez fue más difícil buscar buenos ministros. El gabinete de transición actual, que me parece técnicamente bueno, sería muy difícil de convocar en tiempos “normales”. Súmenle la judicialización de la política y verán que encontrar y mantener buenos funcionarios se hace cada vez más complicado. Para colmo, Vizcarra no uso su popularidad para reconstruir el Ejecutivo, probablemente más preocupado en contar con personas de confianza que en recuperar lo dañado.
Muchos de esos problemas se asociaron con una mayoría abusiva, que contaba con los votos para tomar medidas sin dialogar o negociar. Pues bien, demostrando que una vez que ciertas costumbres políticas se rompen es difícil repararlas, el Congreso fragmentado que lo sucedió actuó de similar manera. A pesar de estar conformado por distintas bancadas, actuó como aplanadora frente al Ejecutivo. Sea por agendas pequeñas y personales, buscar popularidad o un malentendido sentido de representación, el nuevo Congreso también se portó como una cámara de conflicto.
Pero empeoramos, pues se suma a las tendencias anteriores un ataque a la economía. La pandemia puso en modo populista al Congreso. Y tomaron la excusa perfecta para hacer lo que les diera la gana: ya el Tribunal Constitucional corregirá después. Es mucho más grave, entonces, pues están actuando contra principios que deberían estar ya interiorizados en un político. No gastes más de lo que tienes y de buenas intenciones puede estar empedrado el infierno.
Terminamos estos cinco años con un Congreso mucho más activo. Pero esta mayor actividad no significó un mejor ejercicio de representación o una mejor fiscalización, cosas que se extrañaban. Han consolidado un uso abusivo del poder y el dispendio. Y parece que eso no cambiará.
Es más, puede ser peor. El próximo Congreso elegirá al Tribunal Constitucional seguramente pensando que no le anule sus proyectos de ley. Se perderá el candado que hoy limita los excesos más alucinantes.
No se trata de lamentar la pérdida de lo que teníamos. Comparto las críticas de quienes señalan que era evidente que el modelo económico y político peruano no permitía dar un salto cualitativo hacia el desarrollo. Aquí lo he escrito muchas veces. Pero esa mirada crítica a lo que teníamos no debe ocultar lo que hemos perdido estos cinco años y en especial este último.
Entramos a un lustro donde nos jugamos la viabilidad de ser un país con reglas que permitan crecer económicamente, financiar reformas y dirigir recursos hacia áreas urgentes. Reconstruir lo perdido y ojalá enfrentar las enormes limitaciones del sistema político visibilizadas por la pandemia. Tremenda agenda para quienes quieran gobernarnos y quienes alcancen representación en el Congreso.
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