Hace dos semanas comentaba algunos asuntos que podríamos deducir del análisis de las encuestas de intención de voto, más allá de la información inmediata sobre los movimientos en las posiciones relativas de los candidatos. ¿Cuán diferentes resultan estas elecciones de todas las anteriores? ¿Qué nos dicen de los cambios en el sistema político?
Mirando retrospectivamente, resulta claro que entre 2001 y 2016 un gran eje de la política peruana estuvo marcado por la herencia del fujimorismo. En 2001 se lo quiso superar, sin lograrlo. En 2006 reapareció con actor relevante, y en 2011 y 2016 estuvo muy cerca de ganar nuevamente la presidencia. Toledo emergió como líder al encabezar la oposición al fujimorismo, así como Ollanta Humala en 2011, y Verónika Mendoza y Pedro Pablo Kuczynski en 2016. Paralelamente, el eje izquierda-derecha resultó relevante, al igual que en toda América Latina, eje que también remite al fujimorismo, en tanto fue en la década de los años noventa cuando se implementaron las reformas orientadas al mercado. Al igual que en otros países, candidatos con discursos críticos con el neoliberalismo tuvieron importante arrastre, llegando a ser triunfadores Alan García en 2006 y Ollanta Humala en 2011; pero también los defensores del modelo tuvieron respaldo significativo. Toledo no era crítico con el modelo, Lourdes Flores obtuvo una importante votación en 2001 y 2006, García y Humala giraron al centro en la segunda vuelta para alcanzar la victoria, y en 2011 la segunda vuelta tuvo como protagonistas a dos defensores del modelo. Finalmente, se insinuaba algo así como un conjunto medianamente previsible de protagonistas o candidatos: Toledo fue presidente en 2001, era el candidato favorito en 2011, y terminó mucho peor de lo que se esperaba en 2016. García quedó segundo en 2001, ganó en 2006, y, al igual que a Toledo, le fue mucho peor de lo esperado en 2016. Humala quedó segundo en 2006, ganó en 2011, pero el Caso Lava Jato rompió desde 2019 esa suerte de esquema.
Lava Jato con sus consecuencias rompió esa cadena según la cual los segundos o terceros de la elección anterior resultaban ganadores en la siguiente, que también funcionó en 2016, enfrentando a la que quedó segunda en 2011 con el que quedó tercero. Las detenciones y prisiones preventivas de Toledo, Humala, Kuczynski, Keiko Fujimori y el suicidio de García ilustran el descrédito de los protagonistas principales de este período. Si miramos la campaña en curso, ella expresa el impacto del Caso Lava Jato, y la lógica destructiva que enfrentó al fujimorismo con Kuczynski, cuando podrían haber sellado una alianza en favor de una nueva generación de reformas estructurales. La elección parlamentaria de 2020, con todo, configuró un panorama no del todo desconocido: una suerte de mayoría moderada (Acción Popular, Alianza para el Progreso, Somos Perú y Partido Morado), grupos con discursos antiestablishment muy variados (Fuerza Popular, UPP, Frente Amplio), y grupos imprevisibles, pero marcadamente antipolíticos (Frepap, Podemos Perú). Como sabemos, los efectos del COVID-19 hicieron que el Congreso revelara con desfachatez un ángulo hasta ese momento soterrado: el de un populismo desenfrenado, que cruza a todos los grupos políticos, o que más bien revela que más allá de las etiquetas partidarias lo que hay son individuos sin mayor formación o compromiso institucional. Sumémosle a ello una reforma política implementada a medias en medio de la pandemia y tendremos el resultado: Lescano representa a un partido sin identidad y, como candidato, ilustra los arrebatos populistas ahora de moda; Fujimori carece también de una candidata clara, de vuelta de la “desalbertización” de su partido; Forsyth y Mendoza manejan vehículos electorales prestados a los que se subieron a última hora; de Soto y López Aliaga son expresión elocuente de lo huérfana que está la derecha de figuras y de propuestas que la representen propiamente.
Lamentablemente, lo que puede preverse es una suerte de continuación de la dinámica 2016-2021. Esperemos que algo hayamos aprendido de esa experiencia.
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