Casi un mes después de la fiesta electoral, toca procesar la resaca. Mientras algunas figuras políticas lentamente empiezan a abrir los ojos, otros deciden afincarse en una realidad alternativa donde los fraudes se presumen y quien no acompaña su pataleta es tan dictador como el padre que no sucumbe ante el berrinche del hijo.
Estos últimos difícilmente puedan conservar algo de la credibilidad que dilapidaron en los últimos días, empecinados en una suerte de ‘poscampaña’. La aparente racionalidad detrás de esta movida de aniquilamiento democrático es la de la supervivencia política. El amargo retrato de las derrotas electorales consecutivas busca matizarse con las sombras de unos comicios bajo sospecha, según esta construcción. Ese parece ser el flotador de los vencidos y el elixir de resurrección de los cadáveres políticos que los acompañan. Sin representatividad, sin curul ni inscripción partidaria, viajan a la puerta equivocada de la OEA y consumen micrófonos como los zombies devoran los sesos.
En la esquina de los entrancados por la juerga electoral, aparecen también los medios de comunicación. Algunos ya sobrios, otros con rezagos de la cruda, y unos cuantos gritándole al barman que se rehúsa a servirles otra copa. Pero la verdad es que ya no hay barman, tampoco copas. La música ya no suena. Están bramando contra la pared.
De todos los embriagados, son estos últimos los que más preocupan. Porque normalmente son abstemios. El periodismo acude a cubrir la fiesta, no a pegársela. Y ahora que hemos visto a estos medios subidos en la barra y bailando hasta abajo con una candidata, preocupa que esa imagen no se borre nunca.
A esto me refería hace un mes cuando escribí “Prensa populista” y advertía que “cuando un medio de comunicación ingresa al cuadrilátero político y se dedica a hacer campaña a favor o en contra de un candidato, ya perdió la batalla”. Corre demasiados riesgos el medio de comunicación que olvida su rol informativo y busca su propio protagonismo político. El primer peligro es el de apostar por un candidato y fracasar. Digamos que las probabilidades de que esto ocurra eran 50-50. Pero el segundo y más grave no era una contingencia, sino una derrota segura, la de la pérdida de la reputación. Al jugársela por un candidato, el medio iba a ser percibido como un actor interesado y no neutral. “Aliado del gobierno” o “enemigo del pueblo” son los motes que recibiría dependiendo del desenlace.
Si Pedro Castillo representaba una amenaza para la libertad de prensa –¡y claro que lo es!–, ¿cómo conviene defenderla? ¿Con unos medios prístinos e imparciales, o con unos que buscaron el resultado opuesto al de la voluntad popular?
Peor aun, con la actitud soberbia de no enmendar sus errores y de no someterse siquiera a sus propios mecanismos de autorregulación, los grandes medios peruanos están regalando la excusa perfecta para una peligrosa intervención estatal. Si ingresas al ring, no con la camiseta del réferi sino con el short del rival político, que no te sorprenda que el contendiente te lance unos cuantos jabs.
Ahora, la mala fama de algunos salpicará a todos. Precisamente, la autorregulación se justifica en la conciencia de que el mal proceder de unos provoca externalidades, afecta la percepción de los demás. Pero, nuevamente, justos pagarán por pecadores. Como si fuera una batida, la policía se levantará a beodos y abstemios por igual.
Emulando la irresponsabilidad de los políticos que apoyaron, estos medios ahora patean el tablero de la institucionalidad autorregulatoria, y dejan abierta la puerta para que el Estado entre y regule, sin que a los ciudadanos les queden ánimos de protestar.
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