Si todo sigue por el mismo camino, el 2026 no implicará para el Perú el inicio de una salida a la crisis política actual. Esto, porque los opositores –ciertos o potenciales– y posibles candidatos a gobernar el país siguen pensando en su futuro político partiendo de la –chata y excluyente– perspectiva del pequeño grupo de amigos o personas de confianza. Eso es lo ‘realista’: “Ya nos juntaremos en la segunda vuelta”.
Este cálculo que se disfraza de realismo pudo tener asidero hace algunos años, pero ahora no funciona. Habrá una docena y media o más de candidatos presidenciales. Quien gane la primera vuelta difícilmente supere el 20% de la votación, lo que significa que en el Congreso será, como máximo, una primera minoría. Con las nuevas costumbres parlamentarias, el presidente elegido en esas condiciones se convertirá en la piñata de múltiples grupos que se constituirán como oposición parlamentaria, así como de la oposición mediática y de sectores ciudadanos, que siempre están ahí, en especial cuando sienten un gobierno sin un sólido soporte político y social.
La idea de participar en una elección es, claro, ganarla; pero debería ser prepararse para ganar y, lo más importante, para gobernar bien. En el Perú, vencer en una elección termina por ser lo mismo que ganar una tómbola (que lo diga Pedro Castillo, que ni soñaba con el triunfo que le tocó). Gobernar bien no será jamás una lotería: un buen gobierno no será producto de la improvisación, menos aún en la caótica situación actual. Quien gobierne tendrá que remar a contracorriente, y ya se sabe que los desafíos son potentes. Por eso, la clave son los pactos, las coaliciones, los frentes –o como quieran llamarlos– de derecha, centro, izquierda, centroderecha o centroizquierda.
Hay, ciertamente, otro ‘realismo’ igual de pernicioso: esperar el surgimiento de un caudillo que deslumbre y aglutine con su luz resplandeciente –pero enceguecedora–; que someta voluntades, leyes e instituciones según sus soberanos deseos. Este sería, en rigor, el realismo de la impotencia, equivalente a aceptar que no es posible construir un movimiento, una corriente de opinión y una organización democrática. Es otra opción tradicional, la menos productiva en un mediano plazo si se quiere salir de la crisis trabajando por consolidar, de una vez por todas, una sociedad de ciudadanos.