Augusto Townsend Klinge

Vean cómo el concepto económico de “cartel” sirve para explicar cómo funciona hoy la política peruana y por qué sus actores principales están impulsando cierto tipo de reformas –o, mejor dicho, contrarreformas– desde el de la República.

Un cartel, en el sentido económico, es un acuerdo colusorio entre varias empresas para, por ejemplo, concertar precios o repartirse el mercado. Es decir, para renunciar a competir entre ellas y, como resultado, esquilmar a los consumidores.

Voy a sostener en este artículo que el sistema político peruano se comporta hoy en muchos sentidos como un cartel que concierta desde el Congreso para simular una competencia que no es tal. No pretendo que esta comparación tenga precisión quirúrgica, pero espero convencerlos de que sí resulta ilustrativa y permite entender –y hasta predecir, en cierta medida– los comportamientos de nuestros actores políticos.

En el Perú tenemos la ilusión de que hay competencia de verdad entre los partidos. Si uno juzga por el menú que se nos presenta en cada elección, parece haber exceso de oferta. La presidencia cambia de manos cada cinco años, la distribución de poder en el Congreso también.

Y, sin embargo, el “consumidor” de este mercado; es decir, el ciudadano que recibe el servicio de “representación política” que proveen, supuestamente, los partidos y sus autoridades elegidas, está profundamente insatisfecho y siente que, más allá de quién sea el oferente de turno, igual va a salir defraudado, por no decir estafado. Quiere, literalmente, que desaparezca toda esa oferta (“que se vayan todos”) porque, aunque no lo articule así, la ve como un cartel.

Profundicemos el símil. Una de las particularidades de este mercado es que el consumo es forzoso: estamos obligados a votar. Aunque parezca que cambian los rostros de quienes nos prestan el servicio, puede que haya diferencias en lo superficial, en la envoltura, pero no tanto en lo sustancial, en si funciona o no.

Si bien anticipamos que el menú de la elección por venir nos va a decepcionar, no nos queda más remedio que tomarlo como venga. Si el mercado fuese realmente competitivo, alguien podría armar un emprendimiento (político) para ofrecer un mejor servicio que los actuales proveedores, pero es un vía crucis siquiera intentarlo, porque quienes se benefician del ‘statu quo’ se han ocupado de hacer que las barreras de entrada a ese mercado sean casi imposibles de franquear.

Ahora bien, ¿quién regula ese mercado? ¿Quién establece las reglas de juego para competir en él? Pues el propio cartel en buena medida, siendo en la práctica regulado y regulador al mismo tiempo.

Pero ¿existe acaso algún incentivo que pueda llevar al proveedor de turno a mejorar el servicio? Digamos que la persona que nos lo entrega sabe al momento de firmar el contrato que no se le va a poder renovar (porque está prohibida la reelección), con lo que le es esencialmente irrelevante si el consumidor queda satisfecho o no.

¿Qué puede esperar uno, como consumidor, de un mercado como este? Un producto caro, defectuoso y que encima estamos obligados a comprar. Es decir, lo que ya conocemos y que activa el “que se vayan todos”. Este es, sin embargo, un arreglo bastante conveniente –mientras dure– para los proveedores cartelizados, a quienes solo les queda ver cuánto más provecho le sacan a la situación. Pero, si algo sabemos de los carteles por la teoría económica, es que son frágiles y en cualquier momento se pueden romper, si alguno de sus integrantes cree que puede comerse a los demás traicionando el pacto y agarrándoles por sorpresa.

De momento, esta forma cartelizada de operar de la política peruana no solo parece estable, sino que busca consolidar más poder mientras pueda, desapareciendo uno a uno los controles que aún pesan sobre sí, como ya se ha discutido en extenso.

Desbaratar las elecciones primarias abiertas, obligatorias y simultáneas (), eliminar los movimientos políticos regionales e incrementar astronómicamente el número de firmas necesarias para crear un partido, son todas medidas que restringen la competencia. Restablecer la bicameralidad y la reelección parlamentaria contribuyen, más bien, a desconcentrar el poder y a empoderar al votante y, por lo tanto, son positivas, aunque también sean circunstancialmente atractivas para los políticos que hoy se reparten el poder porque les da una chance de mantenerlo luego de la elección del 2026.

¿Qué hacemos entonces? Pues ponerlos firmes en la defensa de reformas que contribuyan a que haya competencia de verdad. Las PASO, por ejemplo, no son perfectas, pero son muchísimo mejor que lo que hoy tenemos y engranan bien con la bicameralidad y el necesario restablecimiento de la reelección parlamentaria. Hay mucho más por discutir, pero, cuando menos, esas tres cosas juntas es algo que vale la pena respaldar.

Augusto Townsend Klinge es Fundador de Comité de Lectura y cofundador de Recambio