Hace mucho tiempo que la democracia peruana funda su razón de ser en lo que menos parece importarle: el voto ciudadano.
Increíblemente cierto.
Más de las veces estamos ante el aprovechamiento oportunista cínico de un legado democrático insustituible y de la instrumentalización electoral del Estado como botín.
No necesitamos mayor comprobación que la que nos ofrece la deplorable realidad de cómo operan los “dignatarios” elegidos y cómo funcionan las instituciones y servicios a su cargo.
Es el alto e irreversible costo de votar cada cuatro y cinco años en medio de la más atroz incertidumbre.
La puesta al día del padrón de votantes, la evaluación y admisión de firmas y candidaturas, la organización de los procesos de sufragio y la administración de justicia electoral, no son más garantías de idoneidad y confianza. El sistema hoy compuesto por el Reniec, la ONPE, el JNE y la confusa ley electoral, tiene que pasar por una reestructuración de fondo, antes de que el mecanismo de delegación de poder de la democracia vaya a caer en su más honda y grave degradación.
La disyuntiva está planteada: la democracia recupera para sí su renovada institucionalidad electoral o la institucionalidad electoral de hoy, con todos sus vicios, terminará por arruinar aún más la democracia.
El hecho crudo y contundente de que lo que nace como voluntad popular en las urnas termine generalmente disuelto en la voluntad sustituta de mandamases ineptos, tiranos y corruptos, debería bastar como ejemplo irrebatible para no volver a tropezar dos veces con la misma desgracia.
Lamentablemente todo lo que la democracia ha intentado hacer por una delegación de poder presidencial, parlamentario, regional y municipal mejor pensada, mejor administrada y más justa, finalmente lo ha hecho de tal modo que no hemos pasado a vivir de los resultados del voto sino de los resultados del antivoto.
Desde el antivoto de Mario Vargas Llosa para que ganara Alberto Fujimori hasta el último antivoto de Keiko Fujimori (el tercero de su historia) para que ganara Pedro Castillo, pasando por el antivoto de Ollanta Humala para que ganara Alan García, hemos tenido una larga sucesión de contraposiciones como estas que ahondan la polarización política y social del país y anulan en extremo toda posibilidad de reeducar y civilizar el arte y el buen sentido de la política desde su más básicos elementos: el respeto por el adversario y el diálogo constructivo.
El hecho de que disponga de órganos autónomos y recursos presupuestales, burocráticos y tecnológicos de primer nivel, no ha podido ocultar la estructura opaca, obsoleta y sospechosa del sistema electoral, totalmente distante en los últimos tiempos de los fines y medios del buen funcionamiento de una democracia en sí misma responsable.
Vamos camino al doble juego de azar del 2026. Al juego de azar propiamente político de caudillos y partidos con ases cruzados bajo la manga. Y al juego de azar de quienes, como el presidente del Jurado Nacional de Elecciones (JNE), Jorge Luis Salas Arenas, están dispuestos a arrojar nuevos dados cargados sobre la suerte electoral del Perú, como lo hicieron antes, abriéndole juego macabro al proyecto anticonstitucional y golpista de Pedro Castillo.
El mismo Salas Arenas reedita en estos días, a propósito del proceso de admisibilidad del partido de Antauro Humala por el JNE, el mismo juego macabro de lavado de manos que dio luz verde a la candidatura presidencial de Castillo. Es decir, de conducir al Perú, por la vía del sufragio, al riesgo de caer en manos de una tiranía extremista, valiéndose de las artimañas legalistas que el JNE hace ingenua o torpemente suyas entre sus competencias.
En lugar de victimizarse reclamando la intocabilidad legal y constitucional de su cargo y funciones, Salas Arenas tendría que reconocer que sus arbitrariedades como árbitro electoral no pueden pasar por alto y quedar impunes. De ahí que para evitar ‘impasses’ como este la alternancia en el cargo y funciones que ocupa será siempre preferible a la pretensión de entornillarse en los mismos. Algo que igualmente deberían contemplar las autoridades del Reniec y la ONPE, lejos de solicitar su continuidad ante la Junta Nacional de Justicia, a su vez desacreditada precisamente por el vicio de considerar también sus puestos como vitalicios.
Nada será más saludable que los hoy cuestionados Salas Arenas, Piero Corvetto y Carmen Velarde contribuyan de por sí y ante sí a dejar libre el camino de una reestructuración a fondo de las actuales condiciones electorales, cuya oportunidad de mejora y cambio ya se perdió en sus manos, indefectiblemente.
Ni el sistema electoral vigente ni el Congreso ni ningún otro poder del Estado tienen el derecho de llevar al votante peruano, prácticamente de las orejas, a un nuevo juego de azar, en el que la fragmentación partidaria y el antivoto vuelvan a desnaturalizar y envilecer la representación política de la que tanto nos quejamos.