(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Elda Cantú

Si vivieran todos juntos, los mexicanos que residen fuera de serían un país más poblado que Bolivia o una metrópolis más grande que Lima: somos doce millones. Pero solo 181.000 electores se registraron para votar en las elecciones presidenciales de este domingo. Hasta el lunes pasado, el Instituto Nacional Electoral indicaba haber recibido 90.292 paquetes electorales postales. Desde hace semanas, residentes en países tan dispares como China y Costa Rica reportaron problemas para registrarse o recibir el sobre con las boletas de votación.

En Twitter, el periodista mexicano-estadounidense Jorge Ramos, presentador del “Noticiero Univisión”, criticaba el actual procedimiento para votar y se quejaba de que ni las embajadas ni los consulados estarán recibiendo votantes este domingo. Unos 12.000 usuarios aprobaban su crítica regalándole un like a su tuit.

La resultante discusión online era un termómetro de la acalorada forma que tenemos de pensar hoy en la migración: ¿deberían participar en las decisiones del país quienes ya no viven ahí?, ¿por qué quitarle el derecho a quienes han tenido que marcharse?, ¿no sería mejor que las representaciones diplomáticas organicen el voto exterior?, ¿es confiable que el gobierno de turno organice un proceso ciudadano?, ¿no se abre así otra puerta al fraude electoral? Hubo quien sugirió que viajar a Rusia para apoyar al equipo mexicano de fútbol era más urgente que quedarse a elegir al próximo presidente del país. En México, por cierto, no se castiga el ausentismo electoral.

Menos de dos docenas de naciones en el mundo tienen leyes de sufragio obligatorio, pero más de cien países permiten alguna forma de voto desde el extranjero. En Latinoamérica, el Perú, Brasil y Colombia han sido pioneros al permitir que los ciudadanos voten fuera del territorio nacional. En los tres casos las sedes consulares funcionan como una suerte de sucursal del país a donde uno reclama sus derechos y cumple con una obligación al mismo tiempo que sus paisanos en casa.

En México es apenas la tercera vez que los migrantes pueden participar en una elección desde el extranjero y la primera en que han podido registrarse sin tener que volver al país. Pero quienes no se registraron a tiempo no recibieron el paquete para devolver por correo antes de este domingo. Solo se podía votar por correo y de forma anticipada. Mecanismos que, en apariencia, más que animar al voto parecen orientados a impedirlo. Sin embargo, el experto belga en migración Jean-Michel Lafleur ha que forzar a que los migrantes tomen tantos pasos para votar garantiza una mayor participación. Al comparar las tasas de participación electoral de migrantes egipcios y mexicanos encontró que en países donde el registro es por default (como Egipto) la participación suele ser menor. Sin esfuerzo, no vale, parecerían pensar los votantes lejos de su país de origen.

En su libro “El fin del poder”, Moisés Naím subraya la participación electoral de las diásporas como uno de los desafíos que enfrentan los estados ante lo que él llama “la revolución de la movilidad”: hoy, el 3,3% de la población mundial vive en un país en el que no nació. Un porcentaje a primera vista enano pero que significa una población más numerosa que la de Brasil, Rusia o Pakistán. El sufragio transnacional y los derechos que conservan los migrantes son fluidos y difusos.

Pensar en el voto expatriado es otro modo de abordar el principal problema de nuestros tiempos: el del arraigo y el desarraigo. Richard J. Bernstein, profesor de Filosofía en la New School de Nueva York, revisitaba el trabajo de Hannah Arendt como una forma de iluminar el oscuro debate político en Estados Unidos. Recordaba que para Arendt las masas de refugiados, migrantes y sin Estado eran una suerte de vanguardia de los pueblos y también un problema sin solución. Bernstein escribía: “La pérdida de comunidad tiene la consecuencia de expulsar a un pueblo de la humanidad misma. El derecho más fundamental es el ‘derecho a tener derechos’”.

En la narrativa de la democracia moderna, emitir un voto refuerza nuestra identidad. Hoy, que llevamos a cuestas múltiples identidades flotantes, tenemos que imaginar, junto al Estado, distintas formas de construir nuestro propio relato.