Jaime de Althaus

El Castillo está atrapado. Si quisiera prestar oídos a las voces radicales que le piden cerrar el , carece del apoyo de las Fuerzas Armadas para ese fin y tampoco podría plantear cuestiones de confianza sobre la asamblea constituyente o sobre la nacionalización de recursos naturales porque suponen reformas constitucionales.

Si, por el contrario, quisiera llamar a un premier capaz de convocar a buenos ministros para formar un gabinete de consenso, no podría hacerlo porque nadie le aceptaría. Tiene que buscarlo en los círculos internos del Gobierno y practicar el juego de las sillas. Su mejor opción sería que ese nuevo premier retire a los ministros más nocivos e incompetentes y busque un acuerdo con el Congreso para una transición ordenada.

El cerco judicial se le estrecha cada vez máscastilly le puede alcanzar antes de llegar a un arreglo y hasta cabe la posibilidad –no se puede perder la esperanza– de que el Congreso finalmente no deje pasar el flagrante acto de encubrimiento personal del presidente a los prófugos de su entorno puesto de manifiesto en el despido del exministro González y declare la vacancia de la presidencia de la República.

En ese sentido, tampoco podría plantear este 28 el adelanto de elecciones generales, como otros le aconsejan, porque el Congreso no le haría caso. Le quedaría presentar su renuncia al cargo de presidente, pero no lo hará por temor a terminar con sus huesos en la cárcel.

Casi no tiene, pues, opciones. Está, efectivamente, atrapado. Pero mientras nada de esto se resuelve, quien está atrapado es principalmente el Perú. Y la llave para salir de esta cárcel puede estar en manos del sistema judicial o del Congreso, pero cada vez queda más claro que sin la presión de la sociedad civil y de la ciudadanía, esa llave no se usará.

Lo interesante, en esta línea, ha sido la reacción inmediata y categórica del empresariado frente al despido del ministro González y lo que implicaba en términos de encubrimiento criminal. Llamó la atención, en particular, el comunicado que en pocas horas publicó “Empresarios Unidos por el Perú”, una organización que por primera vez en la historia agrupa a todos los gremios empresariales de todos los sectores, regiones y tamaños y que hizo su aparición hace unos tres meses contra el relanzamiento de la asamblea constituyente y por unas políticas que permitieran la inversión y el crecimiento de todos. Cuando creíamos que esa asociación se había diluido, he aquí que reapareció con un comunicado contundente y claro demandando la renuncia del presidente o, en su defecto, que el Congreso asuma su responsabilidad.

Esto es novedoso en el Perú. No solo por la unidad empresarial, sino por la participación abierta y sin ambages en la escena pública, y la identificación con el destino nacional. Y es lo que vamos a necesitar, no solo para salir de esta situación, sino para devolverle viabilidad a nuestra democracia y a nuestro desarrollo.

Porque lo que estamos viviendo no es sino la aceleración final y desastrosa de un proceso de deterioro institucional y moral que comenzó hace varios años. El acelerado crecimiento económico que tuvimos gracias a las reformas de los 90 convirtió a los gobiernos subnacionales, producto de una descentralización mal hecha, en botines presupuestales de mafias de todo tipo –narcos, mineros ilegales, proveedores, constructores por lavado de activos, entre otros– que han terminado alcanzando ahora al gobierno nacional, a los partidos políticos e incluso al sistema judicial-policial que debía contener ese cáncer. Y todo esto en el marco de un diseño democrático que no funciona.

El Perú va a tener que encontrar en sus reservas civiles las fuerzas y el liderazgo necesarios para regenerar sus estructuras más profundas y su institucionalidad para volver a tener futuro.

Jaime de Althaus es analista político

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