El empresario peruano está obsesionado con llegar al ‘Primer Mundo’. Su principal foro (CADE) explicitó este año en su convocatoria dicha ansiedad. De hecho, el 25% de asistentes a Paracas cree que llegaremos a la meta en 25 años, mientras un 48% de optimistas lo prevé en solo 15 años! “Ya vamos a alcanzar a Chile, falta poquito”, sueñan. “Uy, Colombia nos pasa, ¿qué nos sucede?”, reparan por otro lado. Lo cierto es que el frenazo de la economía ha generado una disonancia cognitiva entre lo que somos y lo que queremos ser.
Un experimentado economista comenta que precisamente el estancamiento económico es buena ocasión para pisar tierra. Si se hizo todo lo que mandó la receta, ¿por qué nos detenemos tan abruptamente? Si inclusive “convencimos” al ‘outsider’ radical de no desordenar la casa (ahora Humala solo es aprobado por el 23% de CADE), ¿por qué todavía no estamos en la OCDE? Esta situación ha llevado a un sector dentro del empresariado a volver su mirada hacia la institucionalidad política, comprendiendo que los malos momentos para la economía pueden ser buenos para la reforma política. Sucede, sin embargo, que el reflejo no es suficiente.
La convención de este año de CADE ha abordado puntos cruciales para generar un cambio en la opinión de nuestras élites económicas: corrupción, descentralización y seguridad. Pero la ausencia en la agenda del debate sobre institucionalidad política es flagrante. (No, no basta con decir que la descentralización no funciona, ni que hay que agilizar la tramitología). Sin desarrollo institucional, el anhelo del ‘Primer Mundo’ se convertirá en frustración. Hemos entrado en una sinergia de desarreglo institucional que hace cada día más costosa y difícil una reforma integral. Salvo que se aplique un “‘shock’ institucional”, como he referido con anterioridad.
Sin embargo, las propuestas más urgentes que se han planteado insisten en la perpetuación del camino, a mi juicio incorrecto, de negar la reforma política. El “‘shock’ facilitador de inversiones” que plantea el Banco Mundial y el “‘shock’ social” que argumenta Alan García (grandes proyectos, agilidad en trámites sectoriales e inversión masiva), insisten en una salida que no ataca el problema de fondo: la informalidad. Más proyectos, más obras, hasta más aplausos quizás; también más informales. Para estas iniciativas la dimensión institucional es, en el mejor de los casos, secundaria.
El empresariado –disculpen la simplificación– se ha convertido en uno de los poderes de veto más importantes de nuestro sistema. La debilidad crónica de los partidos políticos y la fragmentación del movimiento social lo erigen –por ‘default’– como el actor más influyente en las decisiones trascendentales. Por lo tanto, sus aciertos como sus errores tendrán mayor impacto dada la ausencia de contrapesos. No obstante, en materia política y en diseño institucional, sufren de un gran desconocimiento.
No se llega al Primer Mundo sin la tarea institucional. Si no se tiene conciencia de ello, las cumbres empresariales solo tendrán utilidad para hacer negocios (en medio del subdesarrollo). O quizás, eso sea realmente lo que les importa a nuestros ‘businessmen’.