La imagen de Vladimir Putin sentado en una larguísima mesa totalmente alejado de sus colegas de genocidio o de sus visitantes no es casual. ¿Miedo al coronavirus? ¿Terror a que le den una caricia del diablo, de esas que vienen cargadas de elementos radioactivos para que se muera en una semana? Probablemente hay mucho de paranoia en el hombre al que, en estos precisos momentos, más gente quiere muerto en el mundo. Pero también hay una puesta en escena: el poder como aquel lugar en el que la soledad es garantía y requisito.
Solo un hombre solo es capaz de tomar decisiones tan aberrantes sin someterse al espanto de la mirada ajena. Solo un hombre que realmente quiere estar solo se rodea de una comparsa de ayayeros que, en lugar de ofrecerle una perspectiva cuestionadora, hacen las veces de espejos opacos que le devuelven la única imagen que él quiere ver.
La soledad del poder no es triste, es peligrosa, porque la sociedad queda a merced de los apetitos de individuos limitados, presa de sus fobias, prejuicios y pasiones sin que las instituciones puedan ejercer de dique de contención para decisiones trasnochadas.
Por supuesto que sería ingenuo pensar que todo lo que ocurre entre Rusia y Ucrania es responsabilidad de un solo hombre. Hay ingredientes históricos, geopolíticos y sociales que explican (no justifican) lo que está pasando. No podemos ignorar, sin embargo, que, ante situaciones complejas, la naturaleza del líder puede determinar el curso de los acontecimientos. Así, un hombre como Putin, sin contrapesos institucionales deriva en un mono con bomba atómica.
Pero al ostracismo del poder se llega por diversos caminos. Imposible ver al presidente Pedro Castillo y no pensar que anda más aislado que una pobre ánima arrimada en su rincón. Lo suyo, claramente, no es un liderazgo prepotente. No hay puestas en escena cuando se pone o se saca el sombrero, ni en las telegráficas apariciones de sus mensajes a la Nación. Pedro Castillo es más bien como el típico dueño de la pelota de fútbol, que ha convocado a sus patas de barrio para jugar una pichanga, pero nadie se la pasa por malo. Está en el campo de juego, pero nadie le da bola, nadie lo respeta. Es un mal necesario que los otros miembros de su equipo toleran, porque si se va con su balón se acaba el partido.
Y esa soledad del choteado puede hacer tanto daño como la del abusivo, porque a diferencia del líder prepotente que se rodea de ayayeros para reflejar su propio ego, el líder invisible se apoya en su círculo más cercano para existir, para no desvanecerse en la intrascendencia. ¿Esto lo blinda de responsabilidades ¿Lo hace un hombre menos peligroso? Al contrario, lo hace más vulnerable a la corrupción, a la prepotencia que se ejerce desde la incompetencia. El gabinete en la sombra, Karelim y su pandilla, los delincuentes de tarjetazo y corbata van proliferando a su alrededor como una muralla mafiosa sabiendo que nadie podrá detenerlos. Se empoderan, toman las decisiones que les da la gana con la anuencia del aterrado que es capaz de llamar a su equipo a los más ‘faites’ con tal de que lo sostengan, aunque sea precariamente en la cancha. Eso explica por qué se toma tanto tiempo en moverlos, y por qué existe el terror de desmarcarse públicamente de los que han jugado en pared con él para mantenerlo en el juego. Es un solo mal acompañado que depende de su podrido entorno.
Coincido con Gonzalo Zegarra que señaló en su columna de ayer que es un error considerar a Castillo un inútil inocuo. Si bien no tiene las luces ni el liderazgo para llevar a cabo una revolución, sí llevará al Perú a una debacle de la mano de su mediocridad y seguirá involucrándose con aquellos impresentables que son el principal soporte (no el único) de su supervivencia.
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