Se hace difícil escribir esta columna con frialdad de analista. Lo ocurrido en Lima ayer fue una nueva cima del desgobierno. Cerrar intempestivamente una metrópoli de diez millones de habitantes porque informes de inteligencia habrían anunciado posibles saqueos da cuenta de una vergonzosa rendición a la obligación de gobernar.
Nadie lo obligó a postular a la presidencia y es verdad que llegó por casualidad, pero, una vez asumida la función, se tiene que tener coraje para enfrentar los problemas. Nada justifica que haya tratado de esconder su inmensa incapacidad adoptando una medida abusiva e intolerable que conculca derechos fundamentales.
Los sucesos del viernes en Huancayo habían ya marcado un antes y un después definitivo en la crisis permanente que han sido los meses del gobierno de Pedro Castillo. La Incontrastable, como se conoce a Huancayo, puso punto final definitivo a esa cháchara vacía con la que el gobernante pretendía escudarse ante cada estropicio: “lo que el pueblo diga”, “lo que el pueblo quiera”. El “pueblo” de Huancayo enterró para siempre ese discurso y en la lápida se debiera inscribir esa frase memorable de Pedro Castillo: “Se está anunciado algunos paros y bloqueos en las carreteras. Malintencionados y pagados algunos dirigentes y algunos cabecillas, es necesario decirles acá que pondremos orden en las próximas horas”.
Y es que, si algo caracterizó a las manifestaciones y los cuestionables actos de violencia que los acompañaron fue el rechazo abierto a este Gobierno. “Atrás, atrás, gobierno incapaz” fue una de las consignas que más se escucharon. Y si el desencanto con Castillo fue total, el repudio a Vladimir Cerrón no lo fue menos.
En la incontrastable ciudad de Huancayo está terminando esta historia. Una que empezó cuando un condenado por corrupción le ofreció la candidatura a la Presidencia a un “sindicalista básico” (como lo ha definido el propio Guido Bellido) para ver si conseguían algunas curules y salvaban la inscripción de Perú Libre.
No queda claro cómo van a ser los próximos días. Quizá las protestas decaigan o se mantengan. Lo que sí ha concluido para todo fin práctico es la posibilidad de que algo diferente a la nada pueda emerger de este Gobierno.
Castillo ha perdido todo en pocos meses. Para empezar, la imagen del Robin Hood andino que les iba a quitar a los ricos para darles a los pobres. Cayó su discurso hueco de que todo lo ocurrido en los 200 años previos habían sido malos y que él era la encarnación de la refundación nacional. Ya no se atreve a decir “No más pobres en un país rico” porque los únicos que han mejorado su situación son sus diversos entornos, y vaya con qué métodos. Reconoció que no sabía gobernar y que quería aprender. Solo certificamos lo primero; en lo segundo, del 05 no pasa.
Pedro Castillo ha terminado siendo la encarnación de todas las falencias que pueblan nuestra historia.
Y no va a renunciar. Sabe perfectamente que al irse de Palacio perdería toda posibilidad de protegerse él y de ser útil para los “sobrinísimos”, los “Pachecos”, los “Pinturitas”, los “Hugo Chávez” y tantos otros autores de otro capítulo de la historia de la corrupción en el Perú; aquellos que de no tener el apoyo del ‘prosor’ estarían mucho más dispuestos a contarlo todo para ver si se salvan de la cárcel.
Acompañado del peor Gabinete de los cuatro de este Gobierno (lo que ya de por sí es casi un récord Guinness), tratará de entornillarse. Y no olvidemos los inolvidables aportes ministeriales para solucionar la crisis. El primer ministro Aníbal Torres: “Hay que acostumbrarnos a consumir productos sustitutorios al pollo, como, por ejemplo, el pescado”. El ministro de Defensa: “Hay cuatro muertos […]. No ha habido nada más, son cuatro”. El ministro de Justicia: “No creo que se queden sin comer porque es un día”.
Y, claro, contaron con el apoyo, cada vez más frecuente, del almirante Montoya: “La información que se tiene, al menos que ha llegado a mis oídos, es que hoy día pensaban saquear Lima, bajar de los cerros a saquear la ciudad”. Una visión oligárquica y hasta racista en la que converge con Castillo.
Castillo es profundamente impopular y ha sido repudiado por “el pueblo”. Ya no ve a Palacio como un posible museo, sino como una fortaleza donde protegerse y durar lo más posible.
La profunda ironía de esta situación es que lo único que mantiene a Castillo en el poder es el Congreso. Con pactos bajo la mesa para obtener votos a cambio de favores políticos y se sospechan cuántas otras cosas más, le han venido garantizando su estabilidad laboral y la confianza a tres Gabinetes. Ello, al precio de que el Congreso sea hoy incluso más impopular que el propio Castillo.
Paradojas del destino: el Congreso “opositor” ha atado su destino al señor de sombrero. Será la movilización ciudadana la que determine cuánto pueden durar.