En un país en el que la diferencia entre la vida y la muerte es en qué lugar y a qué hora tenemos una emergencia médica, discutir los cambios a una ley de cine parece un sinsentido. Pero aquí estamos, así que analicemos el proyecto de la congresista Adriana Tudela.
Hasta ahora, la defensa de la propuesta usa argumentos como que las películas financiadas total o parcialmente por los estímulos económicos que contempla la ley vigente no han ganado premios –lo que es falso–, o no han sido exitosas comercialmente, o que existe una ‘argolla’ en la industria cinematográfica.
Quienes hemos leído el proyecto sabemos que este no busca resolver ninguno de esos problemas, sino que los podría agravar. Para obtener más premios en festivales y más éxito comercial se requiere destinar mayores recursos a la promoción internacional y distribución de estas películas, pero la propuesta, más bien, elimina esa posibilidad porque determina que solo se puedan usar los estímulos del Ministerio de la Cultura para la grabación y no para otras fases del proceso, como la distribución.
Además, establece que los estímulos solo podrán cubrir el 50% del costo de grabación de la producción cinematográfica. Al establecer ese tope usando un porcentaje, se permitiría que una cinta cinematográfica y culturalmente valiosa con un presupuesto bajo no se realice porque su director no pudo completar el otro 50% del presupuesto, mientras que otra producción podría obtener el equivalente al total del presupuesto de ese otro filme solo porque su costo de producción es el doble.
Y en lugar de combatir las ‘argollas’, el proyecto elimina el artículo de la ley original que fuerza al Ministerio de Cultura a reservar un porcentaje de los estímulos para proyectos que provengan de departamentos distintos a Lima y el Callao, una medida cuyo objetivo era promover que los estímulos no beneficien a los mismos cuatro gatos limeños.
Otro argumento es que, en un país pobre como el nuestro, hay otras prioridades. Pensar eso es comprensible, pero hay que decir que el proyecto no reduce –y no debería hacerlo– la cantidad de recursos que el Ministerio de Cultura puede destinar anualmente de su presupuesto a estos estímulos para proyectos cinematográficos (6.000 UIT o S/29,7 millones).
Por el contrario, y he aquí la principal contradicción del proyecto, propone crear incentivos tributarios para las productoras audiovisuales peruanas y extranjeras, sacrificando recursos que podrían usarse para construir las escuelas u hospitales que reclaman ahora muchos defensores de este proyecto, alegando que en otros países ha generado empleo y fomentado el turismo. ¿No podrían otros sectores argumentar lo mismo?
Y, finalmente, como amante del cine, creo que es importante entender que no todo puede juzgarse con criterios económicos. Hay películas que nos permiten mirar el mundo a través de los ojos de peruanos que, debido al alto costo de hacer una película, seguramente jamás podrían haber plasmado su historia en una pantalla si no fuera por estos estímulos. Nos permiten conocer realidades distintas y distantes y nos obligan a ponernos en los zapatos de otros. Y eso parece que hoy es más urgente que nunca en el Congreso.