"Para Joyce la epifanía es el momento cuando el personaje experimenta un nivel de consciencia que cambia su vida de manera radical". (Ilustración: Giovanni Tazza).
"Para Joyce la epifanía es el momento cuando el personaje experimenta un nivel de consciencia que cambia su vida de manera radical". (Ilustración: Giovanni Tazza).
/ Giovanni Tazza
Carmen McEvoy

En estos tiempos de cuarentena –en mi caso la segunda, ahora aquí en Sewanee– uno vuelve a los viejos libros, a la música que marcó algún episodio de tu vida y a los recuerdos tristes y felices que dejaste atrás. En mi mente regresé a Dublín y lo hice de la mano de James Joyce y su colección de cuentos “Dubliners”. Simple y directo y con la inocultable matriz de “todo está en todo”, que será parte de su sello vanguardista, Joyce construye 15 relatos que –en términos de proyecto experimental– han sido comparados con la “etapa azul y rosa” de Pablo Picasso que precedió al cubismo del español, y en el caso específico de uno de los hijos más ilustres de Irlanda al “Ulysses”, al “Finnegans Wake” y al extraordinario “A Portrait of the Artist as a Young Man”. En el libro más accesible de Joyce, el personaje central es el Dublín de las promesas incumplidas, de la clase media sometida a la Iglesia católica: la nación sierva de un imperio implacable contra el cual se rebelará con violencia unos años después. Es por ello que teniendo como contexto histórico el fracaso político de los nacionalistas, la colección de cuentos de Joyce aborda temas como la inocencia, la parálisis, las oportunidades perdidas, la corrupción y la muerte. Como es el caso específico de “The Dead”, un clásico de la literatura que fue llevado a la pantalla por John Huston, quien con una gran sensibilidad retrató los dilemas existenciales de Gabriel Conroy. “Uno por uno todos nos convertiremos en sombras”, resume la “epifanía joyceana” pronunciada por el crítico literario, quien no dudó en abrazarla en medio de la nieve que cae sobre un puñado de cruces celtas de su isla amada y siempre maltratada.

Para Joyce la epifanía es el momento cuando el personaje experimenta un nivel de consciencia que cambia su vida de manera radical, una suerte de iluminación que lo enfrentará a todo lo vivido para evaluarlo y si es posible tomar decisiones tendientes a un necesario golpe de timón. Existen epifanías reales, no literarias, que son producto del azar y a las que a veces acudimos cuando nos sobra el tiempo, como ahora. Mientras escribo esta columna viene a mi memoria la Lima de los 80, la pistola fría en mi sien –que luego me enteré la portaba un adolescente bajo los efectos de la pasta básica– y mi personal reflexión silenciosa mientras lo miraba a los ojos: “Quiero seguir viviendo para ver a mis hijos crecer”. Por suerte fue piadoso conmigo y ello ocurrió. Epifanías religiosas como la de Saulo de Tarso, de fanático perseguidor a pilar del cristianismo, que lentamente fue descubriendo que, aunque hablara “todas las lenguas de los hombres y de los ángeles”, sin amor era una simple campana resonando o “un platillo” retiñendo en medio de la nada. El soberbio Paulus, el hijo del sanedrín y ciudadano imperial, pasó por una prueba de fuego para descubrir –antes de morir decapitado en la capital del monstruo al cual sirvió con empeño– que el amor era, como lo afirmó otro personaje joyceano, mucho “más sabio” que la misma sabiduría. Existen seres humanos que tienen el inmenso privilegio de vivir en estado de perpetua epifanía, como fue el caso del sabio Leonard Cohen. “Toca las campanas que aún puedas tocar y olvida tu ofrenda perfecta, hay una grieta en cada cosa y es así como la luz penetra”, nos dejó como clave a descifrar en su extraordinario “Anthem”. Dedicado al hombre y a sus enormes fragilidades, que la omnipotencia esconde y la naturaleza desenmascara con la crueldad que la caracteriza, Cohen anuncia que las “señales” exigidas finalmente llegarán. Más aún, meses antes de morir, el sabio se preguntó qué ocurrió con el corazón de tantos que nos llevaron –por su ambición desmedida– a esta “casa oscura”, que fue como describió nuestro mundo violento y enloquecido antes de darnos su último y sentido adiós.

En tiempos de crisis como la que estamos atravesando, lo que se demanda es dotar de significado a lo absurdo y sin sentido. En un notable artículo, David Brooks recordó a Viktor Frankl, sobreviviente del Holocausto y autor del libro “Man Search for Meaning”, señalando tres puntos importantes para afrontar momentos trágicos: el trabajo que ofrecemos, el amor que damos y la habilidad de desplegar coraje frente a la adversidad. Brooks propone un punto más para esta coyuntura y es la construcción de una narrativa asociada al sufrimiento y a la redención. Pienso en el modelo de la epifanía, esta vez planetaria, que nos obligará a redefinir el rumbo y repensarnos nuevamente como individuos pero en especial como colectivos sociales, que colocan a la vida como el objetivo central de cualquier proyecto de futuro si este se nos otorga. ¿Será posible para esa humanidad agrietada, a la que se refirió Cohen, encontrar un modo noble y bueno de relacionarnos? ¿Puede el amor, pero también la justicia y la igualdad de oportunidades, prevalecer sobre tanta miseria moral y física que ahora ya no es posible esconder? Y me quedo con el mensaje de Dina Mamani, reportera bilingüe de 15 años de la comunidad de Huasac en Paucartambo, anunciando a ese Estado que nunca llega que su comunidad está organizándose para seguir viviendo. Ojalá que cuando esta pesadilla termine trabajemos con todas las Dinas del Perú para que sus sueños se hagan realidad, esa sería la verdadera epifanía que nos sacará de nuestra bicentenaria indolencia y frivolidad.

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