El Perú enfrenta una epidemia distinta a la de la mayoría de otros países. La nuestra llegó a un país en el que un Estado ineficiente pasó a manos de una política basada en el aplauso.
El desastre peruano es distinto porque tiene dos dimensiones.
Algunos países eligieron no enterrar la economía del todo, con tasas más altas de contagio. Otros, prefirieron sacrificar la economía, pero tener mejores resultados frente a la epidemia.
El Perú no tiene ni lo uno ni lo otro. Cálculos conservadores estiman la caída de la economía, para fin de año, en 16%. En la pandemia estamos en los primeros lugares del mundo en contagios, muertes por millón y de muertes subestimadas.
A pesar de toda la evidencia, hay quienes plantean prolongar la cuarentena. Quieren trato diferenciado por regiones y liberar algunas actividades, pero, básicamente, optan por continuar la cuarentena después del 30 de junio.
El problema no es cuarentena o no cuarentena. El problema es cómo lograr eficacia y rapidez en el sistema de controles sanitarios.
El Estado peruano, desde hace décadas, es ineficiente, lento y burocrático. En una emergencia ese tipo de Estado es letal. Sobre todo, si el gobierno que lo rige no tiene idea de sus limitaciones.
El caso de los “ambulantes” en La Victoria es un nuevo ejemplo del control ciego y su ineficacia. Hace tres o cuatro semanas aparecieron vendedores en las calles de La Victoria. El municipio los persiguió, les quitó su mercadería y los expulsó hacia el Cercado.
En esos primeros días, ¡les decomisaban su mercadería! Y según la visión del Gobierno, eran irresponsables, que expandían la epidemia.
Se hizo ver en ellos a los antisociales, a quienes no les importaba su salud ni la de sus familiares. En esa visión, ellos arriesgaban a sus conciudadanos.
No se trata de ambulantes, sino de comerciantes que tienen tiendas en Gamarra. Las tiendas están cerradas y ellos tienen que pagar préstamos, cuentas y, además, llevar comida a la casa.
Recién después de la primera semana de persecución se entendió algo del problema. Continuaron los desalojos, pero ya no les quitaron sus cosas.
Salían a vender, luego llegaba la policía, a pedido del municipio distrital. Después, iban la policía montada y los fiscalizadores.
Los arrimaban hacia el Cercado. En el Cercado los arrimaban hacia La Victoria. Y así, durante horas.
Ese paseo ritual diario se mantuvo las últimas semanas. Pone en evidencia que el enfoque es un enfoque de ornato municipal. “Que las calles estén limpias”.
Son varios miles de comerciantes. El Ejecutivo dejó eso en manos de los alcaldes. Recién empezó a coordinar, a iniciativa del alcalde de Lima, en la cuarta semana.
Mientras se establecen los mecanismos de ubicación de plazas, de traslado y de acondicionamiento, pasará otra semana más. En total, cinco semanas de cinco mil personas, aproximadamente, apiñadas a diario por el “empuje” de la fiscalización.
Estas personas, además, compran para revender y sobrevivir. Regresan a los mercados de sus distritos de origen. El efecto del contagio será radial.
También están los otros comerciantes, los formales. Con derecho, se preguntan por qué aquellos sí pueden vender, y ellos, no.
La falta de visión y la imprevisión del Gobierno es colosal. ¿Se pretendía que esta gente sobreviviera, sin ningún ingreso, por más de setenta días (en ese entonces)?
Son comerciantes, no indigentes y, sin embargo, viven del día a día. El Gobierno, ¿no conoce esa realidad? ¿No sabía que existen?
¿Se pide a la gente que muera de inanición sin reaccionar, sin intentar, sin lanzarse por la ventana? ¿Qué alternativa les ofrece?
Encima del sufrimiento, además, el estigma del Gobierno: eres un irresponsable, por tu culpa no se detiene la epidemia.
La demora en entender y actuar ya se dio antes. Sucedió en el control de aeropuertos, de los retornantes a las regiones, de los mercados, del transporte, del horario del toque de queda.
El que debe poner orden es el Gobierno. No debe buscar culpa en la gente. Debe corregir errores, y rápido. La solución debe conjugar salud y economía, no aplausos y popularidad.