Todas las alarmas saltaron hace dos semanas en España, cuando por primera vez, un grupo de extrema derecha ganó escaños en el Parlamento de Andalucía. El partido Vox defiende posturas radicales, como deportar inmigrantes ilegales, cerrar mezquitas, derogar el aborto y la ley de violencia de género, o meter presos a todos los dirigentes independentistas catalanes. En suma, representa un retroceso hacia el franquismo, al que algunos de sus miembros ni siquiera consideran una dictadura.
En muchos países europeos, los partidos demócratas, incluso conservadores, han aislado a los ultras, negándose a pactar gobiernos con ellos para no normalizarlos dentro del arco político. En Andalucía, en cambio, los partidos de derecha han corrido a abrazar a los recién llegados, defendiendo con coraje su legitimidad e incluso ofreciéndoles asientos en el gobierno, asientos que Vox ni siquiera ha pedido.
Más aún, asustados por la nueva competencia, los partidos tradicionales tratan de imitar el discurso nacionalpopulista. Por ejemplo, el secretario general del Partido Popular dedicó un sonoro discurso a defender la caza, las corridas de toros y la Navidad. “Y al que no le guste, que se aguante”, remachó entre aplausos. Quizá sus próximos pasos sean hacer obligatorios los turrones y crear el día nacional de la tortilla de papa, medidas que, al parecer, considera de primera necesidad.
Quizá cabía esperar esta tendencia de la derecha a mimetizarse con su versión más extrema, a la que mira como una facción exaltada pero bien intencionada, un grupo de cachorros a los que hay que recuperar para que cuiden del rebaño. Más difícil, sin embargo, era prever que los enemigos de Vox, precisamente quienes lo acusan de antidemocrático e inconstitucional, terminarían por parecerse tanto a su bestia negra.
Y es que, nada más conocerse los resultados electorales andaluces, la izquierda de Podemos convocó a manifestaciones antifascistas. La calle se agitó al grito de “¡No pasarán!”. Es verdad que Vox resulta muy alarmante. Pero tampoco suena muy democrático protestar contra el resultado de unos comicios.
Más rabia aún ha tenido la respuesta independentista. A estas alturas, es difícil decidir si los nacionalistas catalanes se sienten furiosos o eufóricos. El presidente de la Generalitat, máxima autoridad de la región, se convirtió en un agitador callejero y apoyó cortes de carreteras y actos violentos contra manifestaciones proespañolas. Por si fuera poco, se opuso a que la policía detuviese los disturbios. En su declaración más beligerante, azuzó a los catalanes a imitar a Eslovenia, cuya independencia costó una guerra de diez días, más de setenta muertos y centenares de heridos.
Hoy en día, en España, piquetes de todas las ideologías revientan actos de campaña política, presentaciones de libros y hasta espectáculos cómicos porque no comulgan con sus ideas. Los llamados a la violencia insurgente o represiva se consideran normales, incluso necesarios.
Parece mentira que estemos hablando de una de las mayores economías del mundo, con niveles de libertad e igualdad que aún resultan admirables para la mayoría de ciudadanos del mundo. Los inmigrantes africanos que pierden la vida en el Mediterráneo tratando de llegar a España deberían recordarnos nuestros privilegios a quienes vivimos aquí. En vez de eso, son utilizados para añadir leña al fuego político.
España no está ni de lejos tan mal como para justificar la violencia. Sí lo estará si no es capaz de consensuar soluciones a sus problemas comunes. Pero eso a casi ningún político parece importarle. La mayoría de líderes atizan el fuego, creyendo cada uno que al final ganará la pelea, cuando lo único seguro es que todos la perderemos juntos.