Allá por el paleolítico superior, cuando cursaba mis primeros años escolares y lucíamos el uniforme gris que competía con el cielo limeño, recuerdo que nuestro colegio nos exigió que todos llevásemos su insignia prendida en la chompa. Era una medida disciplinar y, asumo, también simbólica. Cada cierto tiempo, las profesoras revisaban que la norma se cumpliese o había revisiones sorpresivas en los patios. Incumplirla generaba un tipo de anotación que, en realidad, uno nunca sabía qué significaba. Pero definitivamente venía acompañado de un resondro público. Hasta aquí los hechos. Sin embargo, entre los niños creció una leyenda urbana que rezaba que el castigo era “ser llevado a la dirección”; es decir, ser apartado del planeta Tierra. Un episodio que ha quedado en mi memoria es el de un rumor de redada durante un recreo que desencadenó no solo el pánico, sino también el surgimiento de una banda de compañeritos que se ufanaban de trabajar para los profesores y que jaloneaban a los que no tenían insignias para entregarlos a las autoridades. Era una suerte de bullying infantil, pues era una ocasión para empujar, arrastrar por los suelos y agredir a los niños sin insignia. El detalle era que los niños malvados, que fungían como fiscalizadores, tuvieron pronto muchos seguidores que los ayudaban en sus travesuras porque era una forma rápida de colocarse en el lado más cómodo y seguro del patio; es decir, en el de los que castigaban.
Contenido sugerido
Contenido GEC