Hace algún tiempo tuve una reunión informal con el embajador de uno de los países que mejores tasas de crecimiento económico ha registrado en el mundo en las últimas décadas. Ante el éxito, muchos otros países trataron de imitar su ejemplo, de descubrir sus secretos, pero con resultados limitados.
Diplomático experimentado, el embajador estaba ya de salida del Perú. Durante su estancia aquí, él había visto de cerca muchos de los principales problemas del país: corrupción, informalidad, delincuencia, brechas en salud, educación, infraestructura, etc. Todos eran graves, pero en su opinión había uno solo que explicaba el resto, la madre del cordero: la ineficiencia y volatilidad del aparato público.
Su apreciación no era gratuita. En una estancia no muy prolongada, el embajador había intentado trabajar con cuatro presidentes de la República, una decena de ministros de Cultura, un número aún mayor de ministros del Interior, y más alcaldes de los que podía recordar. Muchos de ellos, por supuesto, personas competentes y honestas; otros, menos. Los proyectos de cooperación se estancaban. La rotación de las cabezas hacía que rotasen también los subordinados, algunos en carrusel a otro ministerio o alcaldía. Los nuevos funcionarios no solo solían carecer de la experiencia necesaria en el sector, sino que en ocasiones querían revisar todo lo avanzado antes. Peor aún, los buenos funcionarios tenían poca estabilidad y poco poder para tomar decisiones sin temor a represalias. Un sinfín de pesos y contrapesos –sazonados con nepotismo y, a veces, corrupción– armaban una ruta inescrutable.
El punto central era que, en su opinión, el Perú no podía aspirar a ser un país desarrollado con un servicio civil de un país en vías de desarrollo. La propia experiencia de su país apuntaba a que el ingrediente clave –del que poco se discute hoy– era una carrera de servicio civil seria, predecible y que atrajese a los mejores a la administración pública.
Algunas instituciones públicas lo han impulsado por su cuenta con cursos de ingreso y trayectoria profesional meritocrática a la interna. El Ministerio de Relaciones Exteriores, la SBS y el Banco Central de Reserva son los casos más emblemáticos, con décadas de cantera de experiencia (y su desempeño habla por sí solo). El Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) inició una ruta similar el año pasado. Todos estos esfuerzos están muy bien, pero no son representativos del millón y medio de personas actualmente empleadas en la administración pública. Para varias funciones del Estado, una puerta de entrada única, competitiva y transparente, en combinación con una carrera justa, predecible y con remuneración adecuada, sería por lejos la mejor solución a largo plazo.
Hay dos matices importantes aquí. El primero es que no es posible, ni recomendable, estandarizar todas las puertas de acceso y de crecimiento profesional dentro de la administración pública. Hay diferencias entre un ministerio, una municipalidad, una carrera especial (policías, docentes, jueces, etc.) y un organismo regulador. Servir tuvo que aprender esa lección a la fuerza. El segundo matiz es que el poder político –que viene de la legitimidad electoral– debe ser capaz de modificar aunque sea parte de las operaciones y personas del aparato público. De lo contrario, no tendría mayor sentido su elección popular.
Aun así, mientras el país descifra la mejor manera de enfrentar las elecciones del 2026 con al menos 25 partidos políticos inscritos, no estaría de más avanzar en una reforma sobre la que debería haber relativo consenso político, y que quizás lograría –a lo mejor y con algo de tiempo– amenguar los peores impulsos de un pésimo candidato convertido en presidente.