El próximo presidente de Estados Unidos será un populista. Ese estilo de gobernar lo conocemos muy bien con Donald Trump. Menos conocidas, hasta ahora, han sido las propuestas y la forma en la que lideraría el país su contrincante, la actual vicepresidenta Kamala Harris.
Harris siempre se ha ubicado a la izquierda de Joe Biden, quien, a su vez, ha gobernado mucho más a la izquierda que Barack Obama. En un discurso importante el viernes, Harris aclaró a un país polarizado que no moderaría su postura. En cambio, presentó una visión que garantiza que los estadounidenses tendrán que elegir entre un populista de derecha y una de izquierda.
La vicepresidenta reconoce que la gente está preocupada por la inflación y, por lo tanto, anunció su plan de “reducir costos para las familias estadounidenses”. Al mismo tiempo que ha declarado que el gobierno ha luchado exitosamente contra la inflación, dice que toda una serie de gastos públicos y otras medidas son necesarias para bajar los costos relacionados con la vivienda, la atención médica, los alimentos y los cuidados infantiles.
Lo que no menciona Harris es que han sido las propias políticas de su gobierno con Biden las que han causado una inflación alta y sostenida más allá de los efectos temporales de la pandemia o de la guerra en Ucrania. El gasto público descontrolado, los altos déficits fiscales y el apoyo a una política monetaria extremadamente laxa han elevado los precios en toda la economía.
Peor aún, las medidas anunciadas por Harris no resolverán los problemas que dice pretenden resolver. Subsidiar la compra de vivienda, por ejemplo, aumentará la demanda de casas y, en consecuencia, elevará sus precios. Además, se calcula que el costo de tales medidas agregaría US$1,7 billones al déficit fiscal durante una década.
Las “artimañas populistas” de Harris, como lo denominó el “Washington Post”, incluirían controles de precios a nivel federal, algo muy poco común en Estados Unidos. La vicepresidenta dice que es necesario luchar contra los precios abusivos en los supermercados, los alquileres de departamentos y demás lugares, culpando a la avaricia de las corporaciones –no a sus propias políticas– por el alza de precios.
Pero tiene razón el economista Eamonn Butler, quien estudió el récord de miles de años de controles de precios: “Ninguna política económica ha sido puesta a prueba durante tanto tiempo, tan a menudo, entre tantos pueblos y en tantos lugares. Tampoco hay ninguna con un historial de fracasos tan uniforme”.
Tal y como ha comprobado el chavismo venezolano o el peronismo argentino, sustituir los precios de mercado por límites máximos a lo que se puede cobrar solo produce escasez (porque alienta el consumo y desincentiva la producción), mercados negros (para satisfacer la demanda real, pero a precios mucho más elevados) y distorsiones por el resto del mercado no directamente intervenido. Típicamente, los más perjudicados terminan siendo los más necesitados, pues son quienes tienen menores recursos para lidiar con tal adversidad.
Harris lanza ataques especialmente duros contra los supermercados por lucrar excesivamente. No importa que la inflación de alimentos en los supermercados haya sido de tan solo 1% durante el último año o que las ganancias de los supermercados en Estados Unidos sean relativamente bajas: alrededor del 2% comparado con el promedio de las empresas en EE.UU., que es del 8%.
Si una presidenta Harris podría cumplir con lo que propone, el gobierno federal tendría la autoridad para castigar a los supermercados y otras empresas por imponer “precios abusivos”. No sabemos cómo se definiría ese concepto. Solo sabemos que perjudicaría el bienestar de los estadounidenses y acercaría el país al populismo latinoamericano.