La primavera de 1914 sería en Europa la última de la belle epoque. Los años precedentes habían estado llenos de graves problemas políticos internacionales, como recuerda la historiadora Margaret Mac Millan. Alemania e Italia anhelaban un sitio bajo el sol. Gran Bretaña buscaba conservar su inmenso imperio. Rusia y Francia querían recobrar su importancia. El imperio austrohúngaro luchaba por supervivir. Todo esto había producido gran crispación y conatos de guerra en 1905, 1908, 1911, 1912 y 1913. Desgraciadamente el magnicidio de Sarajevo, el 28 de junio de 1914, desencadenó la hecatombe que la historia recuerda como la Gran Guerra o la Primera Guerra Mundial.
Mientras se gestaba el desastre, una danza, nacida en los prostíbulos de Buenos Aires, había cruzado el Atlántico y penetrado en los ambientes bohemios de París, Londres, Berlín, Roma, Moscú, etc., para luego ascender rápidamente a los salones aristocráticos e incluso reales de esas y otras ciudades europeas. Claro está que los cortes y requiebros se habían morigerado para quitarles su alto contenido lascivo, de música de encuentro sexual.
¿Cómo llegó el tango a Europa? Según Francisco Canaro, en sus Memorias, fueron los guardiamarinas o los tripulantes de la fragata argentina Sarmiento quienes en un viaje de instrucción, a inicios del siglo XX, distribuyeron a granel, por simple humorada, partituras del tango “La Morocha”, de Enrique Saborido. El exótico baile hizo rápida fortuna y luego llegaron, sobre todo a Francia, más y más tangos. Al momento de estallar la guerra, en 1914, “El Choclo”, de Enrique Santos Discepolo y Ángel Villoldo, hacía furor en París y Berlín.
Con evidente sentido crematístico, buen número de músicos y bailarines argentinos abrieron academias para enseñar a bailar tango en las más importantes ciudades europeas. Otros embajadores de este ritmo fueron los muchos jóvenes adinerados bonaerenses que derrochaban dinero y pericia tanguera en el Viejo Mundo.
El tango produjo en Francia intensa polémica religiosa, moral y estética, que se reflejó en plétora de artículos publicados en diarios parisinos, muchos de los cuales reprodujo El Comercio. Tenía detractores y defensores a porfía, pero pronto se difundieron los tés tango, el color tango, los vestidos tango. Hasta los académicos franceses se dividieron para defender o criticar a la danza rioplatense.
En abril de 1914 el papa Pío X, que llegaría a los altares, prohibió el tango y propuso que fuera sustituido por una danza llamada La Furlana. Su disposición no tuvo éxito. Tampoco lo tuvo el káiser Guillermo II, de Alemania, que en una ordenanza prohibió a los oficiales del Ejército y Marina, como a sus familias, bailar tango, “mucho menos en uniforme”, pues quitaba apostura a los militares. El zar Nicolás II tuvo un gran disgusto cuando su hija, la gran duquesa Olga, introdujo el tango en la corte. Obviamente lo prohibió. En Gran Bretaña, en las cortes de Eduardo VII y Jorge V, el tango fue aceptado con naturalidad.
“Al terminar la contienda –escribió el poeta e historiador argentino Horacio Salas– el tango estaba afirmado en el continente europeo, y comenzaban los viajes habituales de orquestas y cantores, pero el espaldarazo se había producido, contra todos los pronósticos, antes de declararse la guerra”.