Paul Keller

De pie en una playa idílica a las afueras de la capital siciliana de Palermo, parece casi inconcebible que esté a solo unos cientos de kilómetros de la primera línea de lucha europea para hacer frente a uno de los mayores picos de de africanos y otros ciudadanos que cruzan el Mediterráneo desde el 2015.

Es una batalla que ha puesto de relieve las contradicciones en la draconiana política migratoria de de “detener los barcos”, así como las divisiones dentro del bloque de la UE sobre qué países deberían soportar la peor parte de acomodar a los que se les permite quedarse. También plantea la pregunta más importante –como sucedió en Estados Unidos, que se prepara para un aumento de la migración desde México a una escala mucho mayor que la de la UE– de si debería permitirse que el impulso de defendernos contra los migrantes prevalezca sobre las prioridades humanitarias.

La respuesta a esa pregunta determinará si los responsables políticos europeos continúan viendo la migración a través del Mediterráneo como una crisis existencial o como una oportunidad para honrar uno de los principios fundadores de la democracia europea de la posguerra: el derecho de las personas a moverse de manera segura y legal a través de las fronteras abiertas. También significaría crear una política a nivel europeo que sea lo suficientemente liberal como para abrazar fronteras abiertas, y a la par lo suficientemente estricta como para garantizar que el sistema no se derrumbe bajo una abrumadora demanda de visas.

También requeriría esfuerzos para atender algunos de los ‘factores de empuje’ que obligan a estos migrantes a abordar un barco en primer lugar: la guerra, la pobreza, el cambio del clima, así como la miseria causada por las redes de traficantes de personas europeas y africanas. En marzo, Italia acusó al grupo Wagner –que trabaja por el gobierno de Vladimir Putin en Ucrania y en varios países de África al norte del ecuador– de ayudar a promover la migración africana a las costas italianas en un intento de socavar la cohesión de la UE y la OTAN.

Durante mi visita a Sicilia este mes, las autoridades me dijeron que, en el espacio de un día, varias embarcaciones pequeñas, que transportaban a más de 600 migrantes, habían desembarcado en la pequeña isla de Lampedusa, frente a la costa sur de Sicilia. Lampedusa, la isla italiana más cercana a África, es uno de los principales destinos para los migrantes que buscan ingresar a los países de la Unión Europea. Las llegadas son ahora un hecho cotidiano, y con condiciones de mar más tranquilas durante el verano siciliano, los refugiados, la mayoría de ellos procedentes de Túnez, están llegando a tierra en números récord.

En lo que va del año, más de 70.000 personas han hecho el peligroso viaje a través del Mediterráneo hasta las costas italianas. Eso es más del doble del número que hizo el cruce el año pasado. El aumento está compuesto principalmente por africanos subsaharianos en búsqueda de una mejor vida –más sana y segura– en Europa.

Italia ha sido durante mucho tiempo uno de los países que ha experimentado una mayor proporción de llegadas a través del Mediterráneo, en comparación con los países del norte de Europa. Si bien las autoridades de la UE han intentado instigar el reparto y las cuotas entre los Estados de la UE, el sistema sigue siendo imperfecto. Esto ha provocado quejas del gobierno populista de derecha de Italia, liderado por la primera ministra Giorgia Meloni, que dice que ha recibido más de su parte justa de migrantes, y ahora quiere que los Estados del norte de la UE asuman la carga.

Esta incapacidad para negociar qué países de la UE deberían acomodar este aumento en las llegadas de migrantes pone de relieve una falta de coherencia en la política de la UE, algo que ha llevado a un mayor sufrimiento. En algunos países del sur de la UE, ha significado reducir sus servicios de rescate marítimo. En junio, más de 600 migrantes se ahogaron frente a las costas de Grecia, lo que plantea dudas sobre si las autoridades griegas hicieron lo suficiente para ayudar a los pasajeros antes de que el barco se hundiera.

Visto objetivamente, este aumento en el número de migrantes que cruzan el Mediterráneo no debería causar grave preocupación en un continente de 450 millones de personas. Además, gran parte de Europa depende en gran medida de los inmigrantes legales para aumentar su propia fuerza laboral. A menudo asumen las tareas serviles o físicamente agotadoras que la gente local es reacia a hacer. Sin embargo, en lugar de mostrar una voluntad colectiva de acoger a los que quieren venir, la reacción hasta ahora ha sido la contraria.

A pesar de ser la cuna de los derechos humanos universales y la creencia en la dignidad de todos los seres humanos, los europeos están comprensiblemente atormentados por el miedo, alimentado por la prensa popular, de que su país sea invadido por refugiados, amenazando no solo su bienestar económico sino también su sentido de identidad y cultura. Los políticos populistas en Italia, Francia, Gran Bretaña, Holanda e incluso la ultraliberal Dinamarca están pidiendo medidas draconianas para detener la ola de migración: controles fronterizos más estrictos, el encierro de refugiados en centros de asilo similares a prisiones o aviones para enviarlos de regreso a su lugar de origen.

En su búsqueda de una solución a corto plazo, la UE incluso ha ofrecido hasta US$2.000 millones al presidente tunecino, Kais Saied, si ayuda a detener el flujo de migrantes que abandonan sus costas. Tal medida solo impulsaría al gobierno opresivo y xenófobo de Saied. Por lo tanto, parece que detener a los regímenes opresivos es menos prioritario que detener los barcos llenos de migrantes. Tal paso en falso moral solo subraya aún más la necesidad de una respuesta lúcida y mesurada entre los responsables políticos de la UE sobre la cuestión de la migración. El pánico y las reacciones irracionales solo empeorarán las cosas.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Paul Keller es excorresponsal de la BBC