(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Luis Millones

No fueron pocos los intentos, desde temprano en la Colonia, de traducir del quechua al español –y viceversa– para que los hablantes de ambos idiomas pudieran comunicarse. Esto se logró en un tiempo relativamente corto. Lo imposible, más bien, fue transmitir la fe de los conquistadores hacia los conquistados.

Como es lógico, ambas labores –traducción y evangelización– requerían de una imprenta.

Así aparece Antonio Ricardo que, luego de aprender el oficio de impresor en Lyon y Venecia, se trasladó a América. Desde 1570 vivió en las ciudades de México y Acapulco, donde trabajó bajo el auspicio de los jesuitas, imprimiendo los libros que estos utilizaban en sus colegios. En 1581, tras una corta estadía en el Callao, llegó a Lima, y tardó dos años en instalar su taller tipográfico. A él le debemos la impresión de “Arte y vocabulario de la lengua general del Perú”, cuya edición facsimilar nos llega gracias al editor José Carlos Vilcapoma.

Para ser justos, hay que reconocer que el quechua ya tenía traductores con experiencia académica: desde el “Lexicón o vocabulario de la lengua general”, del dominico sevillano fray Domingo de Santo Tomás, que salió a la luz en 1560, hasta el excelente “Vocabulario de la lengua general de todo el Perú llamada qquichua o lengua del inca”, del extremeño fray Diego González Holguín, publicado en 1608.

La tarea de traducir, cuando se trató de términos religiosos, se volvió ciertamente inalcanzable. Analicemos como ejemplo la traducción del concepto ‘Dios’ en el libro de Ricardo. En la sección en español, la palabra ‘Dios’ es traducida al quechua como ‘Capac Dios’, que literalmente podría traducirse como ‘rico, poderoso’. De esta manera, el autor del libro sale del apuro usando un sustantivo que repite la palabra española ‘Dios’, y un adjetivo quechua que intenta darle un sentido para la ayuda del lector.

Por otro lado, en la sección en quechua, el nombre de ‘Viracocha’ es traducido como ‘dios que adoraban los indios, y de allí, por cosa divina, llaman a los españoles viracochas, como hijos de aquel Dios’. Traducción que luego será recogida por el diccionario de González Holguín, que agrega que el tal Viracocha era ‘epitecto’ –es decir, esclavo– del sol, refiriéndose a la divinidad incaica considerada señor de los dioses y padre de los incas.

Si seguimos inspeccionando la tarea de evangelizar y traducir el quechua, no podemos dejar de lado la palabra ‘pecado’, que el “Arte y vocabulario de la lengua general del Perú” traduce simplemente como ‘hucha’. En el quechua contemporáneo, ‘hucha’ tendría un significado más pertinente, como ‘culpa’: la acción de alguien o de algunos que repercute sobre nosotros o sobre un tercero. De todas formas, las ventajas que ofrece el autor de este libro al doctrinero del siglo XVI son notables, porque especifica cada tipo de pecado cometido con una traducción pertinente. Así, por ejemplo, tenemos el ‘huachechucha’ (pecado de carne), el ‘huañuyhucha’ (pecado mortal), el ‘pasarichucha’ (pecado original), el ‘huahuahucha’ (pecado venial) y al ‘huchasapa’ o ‘camac sapa’ (pecador).

Las dificultades para lidiar con estos términos en los diccionarios o vocabularios radica en la complejidad del concepto que encierra en el catolicismo. ‘Pecado original’ o ‘mortal’ son los ejes de la fe. Pues por la desobediencia atribuida a Adán y Eva todos los cristianos nacen con el pecado original y con la posibilidad de condenar sus almas a la eternidad. Como remedio rápido a las limitaciones de la traducción, se usó la frase ‘capac cocha’ o ‘qapaq ucha’, intentando darle mayor magnitud a la falta, y aprovechando el nombre de un ritual sangriento en el calendario incaico en el que se sacrificaba a una multitud de niños para calmar la furia de los dioses –evidenciada en catástrofes naturales– o para restablecer al inca de alguna enfermedad o dolencia. Las crónicas del siglo XVI llamaban a esta ceremonia la ‘capacocha’ y la explicaban como una fiesta de expiación.

Aun así, la traducción adolece de los alcances de la idea del pecado tal y como la concibe el catecismo cristiano.

Mucho más complicada resulta la traducción de la palabra ‘diablo’ o ‘demonio’, indispensable en la doctrina cristiana. González Holguín desarrolla un largo vocabulario en torno a este tema y le otorga varias versiones, como, por ejemplo, ‘supay’ (demonio), ‘supan’ (sombra de una persona o de un animal), ‘supan nichic’ (nuestra sombra), ‘calancalan’ o ‘supay tucuk’ (diablillo) y ‘supayani’ (hacerse muy malo, como el demonio).

Haría falta escribir un tratado voluminoso sobre Satán para explicar todos los sentidos que abarcó la comprensión de este personaje en la sociedad andina. Su simplificación en una palabra no bastó para explicarles a los nuevos cristianos todas las implicaciones del personaje que se rebeló contra Dios.

Pero por encima de lo que predicaban los evangelizadores, el contacto diario de los indígenas peruanos no fue con los sacerdotes. Abiertas las rutas migrantes, una multitud de personas llegó al Virreinato peruano en busca de fortuna, y con niveles pobres de educación y una versión popular del cristianismo. Estos últimos fueron los que más influyeron en la interpretación indígena del cristianismo.