Richard Webb

El primer de la raza fue largo: un millón de años, o más, deambulando por el planeta en busca de plantas y animales para alimentarse, con alta inseguridad y escasa relación social más allá de la familia o tribu, en fin, copada por las necesidades del día a día. La raza humana era nómade.

Hasta que, finalmente, se pudo transitar a un segundo tiempo. La varita mágica fue el descubrimiento del cultivo agrícola, arte que emergió en distintos lugares del mundo, pero que tuvo un efecto revolucionario: para hacer agricultura era necesario quedarse en un lugar. Así, en diversos momentos y lugares del mundo la especie humana empezó a asentarse para sembrar, esperar y luego cosechar.

El resultado fue una nueva vida, más sedentaria y más social. Así, a lo largo de varios milenios, y en diversos rincones del mundo, se inició un segundo tiempo de la vida humana, con menos desplazamiento, mejor alimentada y especialmente más comunitaria. Los lugares favorecidos fueron valles con ríos que aseguraban la irrigación y, a la vez, servían como caminos para transportar productos y personas. Pero si el éxito de la tecnología productiva ha sido extraordinario, primero en la agricultura y después en toda la variedad de producción de bienes y servicios, no se puede decir lo mismo de la tecnología social de convivencia. La historia de esa segunda etapa de la humanidad ha sido, mas bien, un continuo desbalance entre un contundente logro tecnológico productivo y un muy limitado resultado en el frente de convivencia social, trátese de la convivencia entre o dentro de países.

Nunca olvido la decepción que tuve visitando una comunidad en las orillas del lago Titicaca hace unos 60 años. Llegando a la comunidad conversaba con un joven voluntario del Cuerpo de Paz de los Estados Unidos, quien había vivido en esa comunidad ya un par de años y me contó que la mayor suerte que había tenido en ese período se basaba en su elección de la familia donde se había albergado durante ese tiempo. Cuando recién llegó a la comunidad, me dijo, la única casa que tenía una cama disponible se ubicaba justo en el centro del espacio de la comunidad. Fue una gran suerte, dijo, porque los comuneros ubicados en el lado norte de la población “se odiaban con los que vivían en el lado sur”, pero la ubicación que consiguió en el centro le permitió conversar y ser aceptado por todos.

En todo caso –con o sin éxito anterior– la humanidad ha seguido corriendo y ya se encuentra en el inicio de un tercer tiempo cuya definición es la urbanización plena. Nuevamente, el motor del cambio es la tecnología. Pero si bien en la etapa anterior aprendimos a cultivar y lograr centros de alta productividad y densidad humana, hasta inicios del siglo XX el mundo seguía siendo abrumadoramente rural. En 1900, apenas el 16% de la población mundial fue clasificada como “urbana”, cifra no muy diferente al 13% del Perú ese año. Pero el siglo XX trajo una explosión de la urbanización en todo el mundo, que hoy llega al 57%, mientras que en el Perú esta ha sido aún más rápida, llegando al 79% en el 2021. En todos los casos, el motor de la urbanización ha sido la tecnología, no solo para la producción en el campo, sino también para su traslado a las ciudades. Además, existe una creciente producción de alimentos que se realiza en centros urbanos, como el pollo.

Estamos ante un tercer tiempo en la y, tal como en la transición anterior, la tecnología agrícola está jugando un papel central. Pero, también como en el paso del primer al segundo tiempo de la humanidad, el nuevo cambio viene cojo. La tecnología productiva está cambiando el mundo, pero la tecnología humana para una vida social pacífica todavía tiene todavía mucho que avanzar.



*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Richard Webb es director del Instituto del Perú de la USMP