El exorcismo de la maldita Sunat, por Diego Macera
El exorcismo de la maldita Sunat, por Diego Macera
Diego Macera

Con pocos días transcurridos desde el 31 de octubre, los lectores que no se hayan jaraneado al ritmo de “Jacobo el Leñador” recordarán la película de terror que quizá eligieron para pasar la Noche de Brujas. El género del horror, tan extendido en la industria del cine, ofrece miles de opciones nacionales e importadas.

En el mundo de la administración pública –también escenario privilegiado de algunas historias que podrían llamarse de horror– la “maldita” Sunat es un personaje recurrente. Puede crear una atmósfera de tensión y suspenso permanente, aparecer en los momentos menos esperados, y tener un comportamiento impredecible y en ocasiones hasta violento. Historias dignas de “Cementerio general” o “Secreto Matusita”.

Felizmente, la nueva administración parece haber notado la importancia del asunto y –crucifijo y resolución en mano– se apresta a corregir algunas de las fallas del ente recaudador para la tranquilidad de sus atemorizados contribuyentes. Como se sabe, la semana pasada la Sunat emitió una resolución que realineaba los incentivos de sus trabajadores para obtener bonos por desempeño. De metas basadas en la recaudación (que podían dar motivo para multas o procedimientos de cobranza coactiva innecesarios) a metas en función de la satisfacción del contribuyente, la simplificación administrativa, entre otros temas de tenor similar. 

Pero si quitarle el sambenito de “maldita” a la Sunat es un exorcismo completo de administración pública, el realineamiento de sus incentivos operativos es solo equivalente al primer padrenuestro. Hay todavía mucho por hacer.

Resulta absolutamente descabellado, sobre todo, tener un sistema en el que el costo del cumplimiento tributario –entendido como el gasto en servicios legales y contables, el tiempo invertido en colas, el mantenimiento del registro contable, entre otras perlas– pueda ser mayor que el impuesto por pagar. Este es el caso para no pocas empresas pequeñas. A eso, además, debe sumársele los costos de administración en los que incurre la Sunat por gestionar el proceso.

En el extremo y para simplificar, podemos decir que en ocasiones la sociedad –privados y públicos– puede invertir S/1 para recaudar S/0,90 en impuestos. Un sinsentido. En este contexto, a menos que el Estado pueda garantizar que la rentabilidad social de cada sol que usan los ministerios o gobiernos regionales es enorme, se hace difícil justificar la eficiencia de ese proceso tributario.

La Sunat debe enfrentar, pues, un cambio de paradigma fundamental. El organismo debe entender al contribuyente ya no como un potencial evasor al que hay que marcar a cada paso del camino, como una presencia fantasmagórica constante y amenazante sobre negocios y personas naturales. El contribuyente, en realidad, es la razón de ser de la Sunat. Es su aliado estratégico por excelencia cuya suerte está ligada a la suya. Si la bodega o el pequeño negocio de reparaciones eléctricas cierra, no hay impuestos que recaudar. Todos perdemos. 

Por nuestra parte, los contribuyentes debemos tomar responsabilidad por pagar lo que nos corresponde. Desde la venta sin boleta hasta la inocente factura que algunos piden para las compras familiares o el almuerzo de domingo con los amigos, nuestras permanentes faltas hacen más justificable la sospecha de evasión fiscal. Si todos somos evasores, no queda otra que tratarnos como tal. 

La actual administración, cual padre Damien Karras en la famosa película, parece comprometida en exorcizar los demonios que aún poseen a la “maldita” Sunat, y va por buen camino. Esperamos que, al cabo de unos meses, el esfuerzo no salga también por la ventana.