Estamos molestos, sin duda. Pero el enojo sería distinto –no inexistente, sino distinto– si el señor Dionisio Romero hubiera usado parte de su fortuna personal para financiar la vida y actividades de la candidata de sus preferencias personales. No los fondos de una corporación regulada. Usando su propio dinero habría sido un falso mecenas. Usando fondos ajenos el evento muestra ser portador de un auténtico sesgo oligárquico que se expresa en el ejercicio de un intolerable patronazgo corporativo.
Un falso mecenas se representa ante sí mismo como si estuviera financiando la construcción de la capilla Sixtina cuando, en realidad, compra influencias que tarde o temprano usará a su favor. El falso mecenas no comete necesariamente un crimen. Pero genera una distorsión en el sistema que convierte su comportamiento en ilegal. Actúa un grado abajo de la línea del delito, es cierto. Pero eso no saca su conducta del ambiente en que se mueve lo indebido. Lo indebido que es ilegal incluso aunque él mismo, por alguna incapacidad adiestrada, sea incapaz de notarlo.
Encuentro indignante que quienes disponen de fortunas personales hayan podido usarlas hasta ahora, de una manera u otra, para crear diferencias insuperables a favor de las organizaciones políticas a las que decidieron respaldar. Indignante porque el dinero usado de esta manera profundiza diferencias imposibles de compensar por quienes no disponen de esas fortunas y tienen preferencias distintas. Los falsos mecenazgos generan fidelidades y lazos de influencia que multiplican las desigualdades, sean cuales sean las intenciones subjetivas que su actor incorpore a su propia narrativa personal para justificar ante sí mismo el evento.
Pero aunque no sea una disculpa, el falso mecenas actúa en el ámbito privado de su propia fortuna. El patrón corporativo pasa por alto las diferencias que median entre lo suyo como adquirido y lo que, habiendo incluso sido suyo en el pasado, se le entrega ahora, en tiempos de bolsas de valores y organismos regulatorios, en simple administración fiduciaria.
Las corporaciones, especialmente las financieras, no son protegidas por la ley de estos tiempos para consolidar lazos de influencia entre sus ejecutivos y la política. Son creadas para sostener y desarrollar los ahorros del público, que es un colectivo concreto poblado de intereses y preferencias disímiles. El público entrega a los ejecutivos de una corporación financiera un amplio margen de discreción regulada para que cumplan su misión. Pero ese margen no alcanza para organizar acciones de influencia en la comunidad política. No alcanza ni siquiera cuando sus titulares creen que su percepción sobre lo político está iluminada por no entiendo qué fíat de divinidad. Simplemente el asunto no forma parte de sus competencias objetivas. El sentido moral de las cosas no se determina a partir de fantasías personales de ningún tipo.
En el Perú del 2010, además, hacer esto ya estaba prohibido. Aparentemente un sector de nuestros expertos legales ha creído encontrar una diferencia moral recordándonos que violar los topes y prohibiciones electorales de entonces no constituía un delito sino “solo” una infracción administrativa. Creo que las cosas deben leerse al revés. Que estas historias correspondan ahora a un delito pone en evidencia que no debieron hacerse nunca. Que debieron ser castigadas siempre. Que en el año 2010 hayan constituido infracciones a las reglas electorales significa que eran eventos ilegales, prohibidos y sancionados, nada semejante a un error irrelevante.
Nuestros expertos nos recuerdan, además, que haber mentido entonces a las autoridades electorales no puede ser ya tema de un juicio porque la persecución penal ha prescrito. Sin embargo la imposibilidad de un juicio basada en el paso del tiempo no concede ninguna ventaja moral a quien debe reconocerse como responsable por lo que ha hecho.
La imposibilidad de castigar a alguien sencillamente no lo hace inocente. El significado de un evento no cambia porque las circunstancias impidan usar la prisión, las multas o las inhabilitaciones en estos casos específicos.
Hablamos de comprar influencias. No es necesariamente lo mismo que comprar posiciones públicas establecidas para que satisfagan peticiones concretas en momentos específicos. Eso sí es un crimen y lo llamamos “cohecho”. Esto no es exactamente lo mismo, pero comprar influencias entra siempre en el paquete grueso de las prácticas corruptas. La diferencia equivale a un matiz o una distinta intensidad en la misma paleta de colores. No a una cuestión de fundamentos.
Entonces indigna. Estamos finalmente abandonando la enorme indiferencia con que consentimos por décadas que la política se financie convirtiéndola en un servicio privado, un espacio entregado al peso de las influencias basadas en el dinero. El caso Romero hace estallar ante nosotros con crudeza inesperada el vacío moral del esquema que dejamos.
Indigna porque pone en duda que hayamos terminado de entender hasta qué punto dejamos algo que realmente es indebido.
Asegurémonos, entonces, de que este sea un final definitivo.