Tartufo, el personaje de Molière, predica rectitud y moral. Gana el respeto social pero la trama de la obra descubre que actúa hipócritamente y que su prédica es un disfraz. La moraleja es que quienes chillan denuncias, con frecuencia lo hacen para disimular sus apetitos y ocultar sus actos.
La historia está llena de ejemplos de este tipo: Reginaldo de Pedraza, clérigo de uno de los viajes de la conquista, convenció a los soldados que las piedras que encontró en abundancia no eran preciosas sino “cristales” que rompió con un hierro. Los soldados las abandonaron y el sacerdote, denunciando los abusos e inmoralidades, abandonó la expedición. Pero al llegar a Panamá murió, y los asistentes a su velorio descubrieron sorprendidos varios kilos de esmeraldas cosidos a su sotana.
Otro ejemplo es Pedro Antonio Barroeta, arzobispo de Lima que llegó en 1751. Según Pablo Pérez Mallaína en su libro “Retrato de una ciudad en crisis”, el obispo, recién llegado, declaró la guerra al virrey Manso de Velasco porque este no permitió que lo cubrieran con una sombrilla durante la procesión. Así, pasó sus 7 años en Lima pregonando su alta moral y despotricando contra lo que él llamaba “la pandilla” o “la Trinca de los Bravo”, en referencia a dos oidores de apellido Bravo sin relación de parentesco pero casados con dos hermanas Zabala.
Los acusaba de estar coludidos con dos secretarios del virrey y de ser el origen de toda la corrupción en el Perú. Además, insultaba a diestra y siniestra, tildando a uno de leproso, a otro de homosexual juguete de la capital y oprobio de la audiencia, a muchos de mujeriegos, jugadores o descendientes de esclavos y a todos de petimetres y pisaverdes. Todo esto olvidando que se hizo pagar con fondos reservados para obras pías 108.000 pesos, inflada suma que dijo había costado su viaje y el de su comitiva al Perú, y que, como sus antecesores, debió sufragar de su propio peculio.
Lo cierto es que detrás de sus acusaciones se cobijaba una facción rival de “la pandilla”. Su hermano José de Barroeta era un comerciante importante y ex prior del Tribunal del Consulado, asociado con José Antonio Álvarez Ron, ambicioso abogado que odiaba al virrey por no haber obtenido una cátedra en San Marcos. Así, la pugna por conseguir negocios y nombramientos para este grupo había sido el origen de la “moralina” del arzobispo, que no cesó aunque a su hermano el virrey le concediera supervisar la reconstrucción de la catedral tras el terremoto de 1746.
Partido el obispo y llegado el fin del mandato de Manso, Álvarez Ron buscó vengarse impulsando acusaciones contra “la pandilla” y el virrey en su juicio de residencia. Fueron absueltos en el Consejo de Indias, pero la fortuna de los Barroeta ya estaba muy bien cimentada. El clérigo volvió a España, y con el favor real terminó sus días en el arzobispado de Granada.
Tartufo, los fariseos que lloran en las puertas de las iglesias, Barroeta y otros nos previenen contra las intenciones reales de muchos que llegan al poder o asoman en la política proclamando la “moralización” contra todo y contra todos y, muchas veces, terminan siendo los peores inmorales. Ya rezaba el viejo dicho: “Lo que dijiste con tu boca, eso te perderá”.