¿Qué dejan de tener los varones citadinos que no solo matan sino torturan?
¿Qué dejan de tener los varones citadinos que no solo matan sino torturan?
Hugo Neira

En este Diario, alguien se pregunta “de qué mueren los peruanos” (Elmer Huerta). Hay una cuestión específica, “de qué mueren las peruanas”. Además de las enfermedades conocidas, de algo que no viene de las bacterias. Acaso de la sociedad. “En Santa Anita, albañil celoso fue a su casa a reclamar a la madre de su hijo, porque lo había dejado”. Le pega un tiro y se suicida (“El Trome”). Hace dos semanas el concepto de barbarie se nos perdió.

En mi artículo anterior, me apoyé en un antropólogo, Ward Stavig, y su estudio sobre la violencia de sexo en las comunidades indígenas del Perú. Hoy ponemos atención sobre la gran transformación de la sociedad peruana debido a la emigración del campo a la ciudad. Es un progreso, sin duda, hoy tenemos un país urbano. Pero toda civilización tiene su barbarie. El asesinato de mujeres hecho con crueldad es de estos tiempos. Es un ritual corriente. Al parecer mimético. Una plaga.

El mexicano Carlos Monsiváis, gran cronista de la ciudad de México, hablaba de “escenas de pudor y liviandad”. Qué suerte, nosotros nos ocupamos de la inconclusa modernidad, con prácticas sociales radicalmente asociales, por decir lo menos. Danilo Martuccelli, francés nacido en el Perú, sociólogo, se ocupa de la cultura chicha y del achorado. En manos de sociólogos, un hábito corriente permite abordar las leyes secretas (y a ratos malvadas) de las sociedades. Para Martuccelli, el achorado es el nuevo peruano, y como seña, resulta que es prepotente. Ya no trata de sobrevivir sino de avasallar (“Lima y sus arenas”, p. 227). El tema da para mucho.

¿Qué dejan de tener los varones citadinos que no solo matan sino torturan? No sé si el amable lector conoce a Clifford Geertz, no tiene por qué. Antropólogo americano, dedicado a Indonesia, contradice a funcionalistas y estructuralistas al ocuparse de lo más pueril, del juego favorito en Bali, la pelea de gallos. Sí, eso mismo que fue popular en Lima. De Geertz, dos premisas. La primera, “toda cultura tiene una coherencia interna, con aspectos afectivos”. La segunda, como culminación de sus muchos trabajos, algo universal: “el hombre viene al mundo incompleto”. Lo completa la cultura en los años infantiles, obviamente la familia, pero también la escuela y el contorno. Sigamos con este último.

¿Se acuerdan del bolero? Nacido en Cuba, adoptado por los mexicanos, de Agustín Lara a Chavela Vargas, era popular, acaso depresivo, pero literariamente lírico. No era alegre como la salsa o el merengue, sin duda romántico y medio llorón, tanto como el vals peruano y el tango. Pero estoy diciendo que el macho que lo cantaba era tierno. Incluso en la ruptura. “Bésame, bésame mucho, como si fuera la última vez”. Estoy diciendo que además de la música, había poesía. ¿La hay hoy día? ¿En la era del perreo?

Ahora bien, según Geertz, lo humano es aprendizaje y para eso, los cursos en la secundaria de literatura. Me canso de decirlo: cursos para aprender a tener sentimientos desaparecieron. No digo valores, sino el tema de la sensibilidad. Capricho de la escuela (maldita) de constructivistas. ¿Sabe el lector lo que estoy diciendo? Un joven peruano jamás ha escuchado un poema en el aula. “Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita de junco y capulí...” (Vallejo, por si acaso). Hace decenios que en las escuelas del Estado no se pierde el tiempo en cursos que forman el alma. Muchos se salvarán de esa psiquis amputada. Pero de paso hemos fabricado algunos monstruos. El contorno no podemos cambiarlo. La escuela sí. La cultura digital no necesita prescindir de las humanidades.