Alonso Cueto

Una ojeada a nuestra historia nos hace concluir que la fragmentación, la división y los conflictos internos aparecen con demasiada frecuencia. Lo mismo puede decirse de su consecuencia, la inestabilidad política. Basta recordar la cantidad de golpes de Estado, conspiraciones, traiciones y todas las demostraciones en las que el espíritu de un partido o de una fracción ha primado sobre el interés nacional.

Si hablamos de cantidades de presidentes en poco tiempo, encontramos muchos ejemplos. Uno de ellos es el período que va entre 1841 y 1845, cuando gobernaron Manuel Menéndez, Juan Francisco de Vidal La Hoz, Manuel Ignacio de Vivanco y, otra vez, Manuel Menéndez. Esta etapa, conocida como la anarquía, terminó como era de esperarse: con la aparición de un gobierno firme como el de , que gobernó en dos períodos y propulsó reformas populares que se mantienen (también impulsó una nueva Constitución).

El hecho de haber luchado por los españoles en la guerra de la Independencia no le impidió a Castilla ser considerado el presidente peruano más importante de su tiempo. Luego de él vendrían otros gobiernos cortos e inestables hasta el desastre de la guerra con Chile. Las presidencias largas de Leguía, Odría y Fujimori aparecieron también después de períodos de inestabilidad y divisiones.

Uno se pregunta si la historia nos ha condenado a esta espiral entre la anarquía y el gobierno duro. Algunos afirman que el espíritu de división está ligado a nuestra geografía, a nuestra diversidad cultural. ¿Estamos condenados a vivir fraccionados, en conflicto, divididos siempre? ¿El de hoy es un espejo permanente de nuestra historia? La idea de una sociedad integrada que realice un proyecto común es una base para la estabilidad política.

La historia de cualquier país ha demostrado precisamente que nunca pueden hacerse predicciones definitivas. Todos los intentos por definir lo que ocurrirá con una sociedad se han estrellado contra realidades imprevistas. Países que parecían condenados a ser siempre pobres han encontrado el camino del progreso. Otros han retrocedido.

Para algunos, el peso de una cultura es un freno para el desarrollo. A ellos habría que enseñarles las diferencias entre el éxito económico de y el fracaso respectivo de . Ambos tienen una tradición cultural común, pero la región del sur adoptó medidas económicas y políticas que favorecieron a su población, a diferencia de su vecino del norte, que optó por la satrapía con ínfulas de amenazas bélicas.

Muchos piensan, por ello, que los peruanos estamos condenados a nunca entendernos. Al venir todos de zonas tan distintas y distantes, integrarnos es una empresa difícil, sin duda. El peor problema, además de la discriminación, es la ausencia del Estado; es decir, de un ente unificador en los servicios básicos.

Una persona que nace en una situación de abandono, marginada, en los extremos de la sociedad, no puede tener ninguna identificación con los gestores del sistema (o más bien su ausencia) al que ha sido arrojado. Esa persona, que no tiene ninguna perspectiva de futuro, podría muy bien leer en su vida el aviso que aparece en el ingreso del infierno de Dante: “Abandonen toda esperanza quienes aquí entran”. Mientras el Estado abdique de sus funciones, mientras no provea servicios de salud, educación e infraestructura, esos condenados de la Tierra seguirán existiendo y, con ellos, la violencia y la rabia naturales.

Pero ningún país está condenado de antemano. Lo que ocurre es que fabricar la esperanza es una empresa dura y larga que requiere un acuerdo entre todos. La educación masiva, la construcción de obras de infraestructura, la mejora de los servicios, la valoración del arte popular, el reconocimiento. Tantos temas pendientes todavía.

Alonso Cueto es escritor