La libertad ha sido siempre un bien escaso. Cabe solo preguntarnos cuán libres nos sentimos y mirar lo que otros padecen involuntariamente para evaluar el nivel de libertad que los seres humanos poseemos. Si nos remontamos al origen del tema (en la Grecia clásica), encontramos que solo un grupo reducido de hombres adultos era libre. Esa libertad fue posible debido a una organización social asimétrica donde la mayoría se dedicaba a producir para la subsistencia de la comunidad en su totalidad. De ahí heredamos uno de los paradigmas fundamentales del pensamiento filosófico que establece la oposición entre libertad y necesidad: donde hay pobreza o carencia no hay libertad.
El gran avance en la extensión de la libertad se dio en la Modernidad gracias al Liberalismo. Esta corriente de pensamiento universalizó el ideal de la libertad, permitiendo concebir a todos los seres humanos como libres; más precisamente, como igualmente libres. Francia se autoinstituyó como el bastión de esa libertad a partir de la revolución de 1789 con el lema “Libertad, igualdad y fraternidad”. Sin embargo, hoy la sociedad francesa no siente igualdad ni fraternidad con el otro y los atentados del Estado Islámico en París han puesto en jaque a este país como baluarte de la libertad.
La abrumadora votación de la Asamblea Nacional el jueves 19 a favor del recorte de libertades en pro de la seguridad ha dejado claro lo frágil que es la libertad, así como la eventual radicalidad de sus métodos para mantenerla. Es entendible la decisión de Francia en estos momentos, pues la seguridad es una condición necesaria para que las libertades concretas de los ciudadanos puedan ejercerse. No obstante, el instaurar la asignación de residencia o el confinamiento para cualquier persona sospechosa de terrorismo resulta una medida riesgosa.
En primer lugar, esta decisión atenta contra la primera libertad ganada históricamente –la libertad de movimiento–, a partir de la cual se han desarrollado sus otras formas. Así, indirectamente, atenta contra otras libertades existentes. Segundo, porque amenaza a una parte considerable de la propia población francesa –hoy de rasgos étnicos diversos– a ser tomada erróneamente como terrorista, exponiendo así a la propia sociedad a una profunda escisión que eventualmente podría desembocar en un conflicto civil. De ahí que la medida de confinamiento e incomunicación deba aplicarse cuidadosamente y respetando las 24 horas límite establecidas. De lo contrario, en su afán de evitar más ataques terroristas y proteger su seguridad, la sociedad francesa podría estar atentando contra los principios fundamentales que la definen.
Finalmente, la reciente votación en Francia y el ataque a Raqqa tras los atentados en París abren una pregunta de fondo: ¿debe la libertad ganada conllevar la agresión en su seno? Dicho de otra manera, ¿debemos matar y agredir a otros para mantener nuestra libertad? Responder afirmativamente conllevaría a diluir la frontera entre la víctima y el victimario. Responder negativamente obligaría a buscar alternativas de solución inteligentes y serenas que mantengan el valor de la libertad y la identidad nacional. Esta segunda alternativa implicaría que Francia replantee su relación con el otro, además de luchar contra el terrorismo eventual.