Es sorprendente el coraje y pertinencia con que el papa Francisco ha iniciado la recomposición de la mellada autoridad de la Iglesia Católica. A través de intervenciones que culminan más en preguntas que en respuestas, Francisco impulsa a pensar, a poner en duda los supuestos que definen a nuestra época como aquella donde todos estamos encasillados en nuestra cosmovisión. Francisco nos invita a una vida cristiana, alejada del culto a los falsos ídolos, y en búsqueda de la gratuidad, “el gusto de hacer el bien simplemente por el placer de hacerlo”. La pérdida de la gratuidad –dice Francisco– erosiona el entusiasmo y las ganas de vivir, pues nos encapsula en una soledad desesperanzada, sin ilusiones.
Así, se colocan las bases para una renovación de la pastoral católica. Ya no basta la fidelidad a los mandatos de la autoridad eclesial. Ahora lo que vale es la solidaridad, la “búsqueda” del otro, en especial de quien sufre y nos necesita para vivir. Solo en este encuentro podemos realizar nuestro ser de “creaturas”: “No estamos hechos por nosotros mismos y solos no podemos darnos todo aquello que necesitamos”.
Estas ideas se enraízan hondo en el mensaje de Jesús, especialmente en el sermón de la montaña. No obstante, si han readquirido la contemporaneidad que las hace competir por la dirección espiritual del mundo en que vivimos, ello es gracias a la Teología de la Liberación, el movimiento que surgió en América Latina del contraste insoportable entre el mensaje evangélico de la gratuidad y, por otro lado, la realidad de la miseria y el sufrimiento de las mayorías. Y uno de los protagonistas decisivos en la construcción de esta sensibilidad optimista y comprometida es un peruano, un compatriota, el sacerdote Gustavo Gutiérrez. No es gratuito que haya sido el Perú uno de los viveros donde germine esta espiritualidad. País de grandes lacras –el racismo, el abuso, la corrupción–, es también el lugar donde surge, insólitamente, la esperanza; allí, en la oración musitada desde el sufrimiento, desde la súplica, pues Dios no puede habernos abandonado.
Para Gutiérrez, el “corazón mismo del mensaje cristiano es lo que decimos en la oración del Padre Nuestro: que venga tu reino”. Ese deseo del reino no debe ser interpretado como fomentando una actitud pasiva, de resignada espera. Por el contrario, subraya Gustavo Gutiérrez, el deseo de acoger el reino de Dios es la gran orientación que debe guiarnos tanto en la construcción de la historia humana como en nuestra vida cotidiana. Entonces, el reino se “vive desde la historia y está llamado a transformar la sociedad con los valores de vida, amor, justicia, libertad, igualdad”.
Por tanto, el devenir histórico debería estar decisivamente influido por el deseo y voluntad de construir el reino de Dios en que se abre el horizonte de lo gratuito, el placer de hacer el bien. En la Teología de la Liberación el cristianismo recupera una dimensión política, pues se trata de seguir la voluntad de Dios que no es otra que lograr la fraternidad entre los hombres.
Este reposicionamiento del catolicismo es, sin embargo, conflictivo y abre tantas esperanzas como amenazas. Para empezar, coloca a la Iglesia en un rumbo de colisión permanente con la filosofía neoliberal que nos llama a preocuparnos solo por lo nuestro. De allí que en la Europa secularizada y, casi poscristiana, surjan voces que hablan del Papa del “fin del mundo”, con un mensaje que es pertinente en función de la extrema pobreza e injusticia de América Latina. Estas interpretaciones quieren encasillar la influencia de esta nueva pastoral a los extramuros de Occidente.
Para perseverar en su mensaje humanista y cristiano, y no dejarse encasillar, la Teología de Liberación debería desarrollar más sistemáticamente el concepto de pobreza. Hasta ahora demasiado fijado a la economía de las necesidades básicas. Aun en América Latina la pobreza remite cada vez más a lo moral y afectivo, a carencias hondas que no logran ser suficientemente identificadas, pero que son el sustrato de la infelicidad y miseria que persiguen a la condición humana una vez desvanecido el placer del bien, el horizonte de la gratuidad. Por eso, no puedo dejar de cuestionar el título del libro que comento. “Iglesia pobre y para los pobres”. Austera sí, pero no pobre. Y, por otro lado, “para todos”, pues resulta que vivimos en un mundo donde la riqueza genera la pobreza moral, la desaparición de lo gratuito.