Hay países en el mundo como Chile y el Perú que tanto pueden ser todavía modelos de desarrollo económico como también, por otras razones, ejemplos paradójicos negativos, dentro de ese mismo desarrollo económico.
Se trata sobre cómo la frivolidad y la arrogancia de sus dirigencias y magistraturas pueden acabar nublando el sentido social del poder político, la administración del Estado y la justicia.
No siempre se le nombra ni se le da importancia a la frivolidad en el poder, hasta que vemos que el poder se vuelve frívolo. De la misma manera ocurre con la arrogancia, hasta que vemos que el poder se vuelve arrogante. La frivolidad y la arrogancia en el poder, como conductas que concentran decisiones y consecuencias para un país, son parientes, lejanas o cercanas, de las tiranías.
Hace muy poco, un editorial de El Comercio (“Una para la foto”, 5/1/2020) llamaba precisamente la atención sobre la manera frívola con la que el Gobierno destinó en los últimos cuatro días del 2019 inversiones por un valor del 10% del total del año, en un manejo a su vez irresponsable que no habíamos visto en mucho tiempo. Solo por maquillar números en rojo de una pobre gestión pública. Según el mismo diario, el Ministerio de Salud apareció ejecutando en menos de una semana un tercio de lo ejecutado en todo el 2019.
Un día antes, también en El Comercio, el reputado economista chileno Sebastián Edwards se refería, en una entrevista (4/1/2020), a la manera arrogante con la que la clase dirigente y tecnócrata del vecino país se aisló del resto de actores políticos y sociales, dejando de interactuar. Las élites chilenas creían que mientras disminuyera la pobreza no era importante lo que sucediera con la desigualdad, lo que según Edwards resultó ser un error trágico. Para él, no solo era importante reducir la “desigualdad vertical” de los ingresos, sino la “desigualdad horizontal” de trato, de asociación, de convivencia, de relaciones interpersonales que, por supuesto, tampoco nos preocupa en el Perú.
Chile despertó un día a una convulsión social sin precedentes, al que la frivolidad y la arrogancia del poder político y de las élites empresariales lo llevaron en el dorado carro de un capitalismo moderno mal enfocado.
Como si se tratara de una mágica cura en salud, los peruanos solemos consolarnos con la idea de que fenómenos como la disolución del Congreso (contra el supuesto obstruccionismo fujimorista) y la expansiva informalidad (el más franco rechazo a la ineptitud gubernamental y estatal) constituyen válvulas de escape a la indignación política y al descontento social que nos alejan del trauma chileno.
No necesitamos de una convulsión social para saber que nuestra sola gran falta de diálogo abierto, que involucre no solo a dirigentes sociales, políticos y empresariales, sino a la población entera, por encima de nuestras diferencias e intereses propios, puede conducirnos directamente a una honda quiebra institucional.
Con un gobierno que frívola y arrogantemente promueve la polarización en lugar de la concertación y el consenso entre peruanos, sobre puntos mínimos comunes, y con fiscales y jueces cuya frivolidad y arrogancia contradicen los principios de una justicia proba y confiable, estamos deteriorando las bases de una institucionalidad democrática construida a pulso en los últimos 20 años.
Los poderes constitucionales se han vuelto vergonzosamente influenciables y manipulables por fuerzas externas, interesadas en buscar los “matasellos” adecuados a sus intereses.
Chile ha necesitado de una convulsión social para despertar a una realidad que no quería ver. El Perú vive una acumulada tensión visible y otra oculta de desencuentro social, que en algún momento va a cobrarnos una factura política, económica y moral muy onerosa.
Mientras no hagamos nada por liberarnos de la frivolidad y la arrogancia de considerar que la ineptitud y la corrupción están solo del lado de los adversarios del Gobierno y no dentro de los que actúan dentro de él con el más alto descaro e impunidad, estaremos incubando nuestro peor desastre institucional.