Desde hace mucho tiempo que un presidente no llegaba al nivel de aprobación que ha alcanzado Martín Vizcarra en los últimos meses. Pese a no tener una organización partidaria que lo respalde. O, de repente, justamente por ello. En los últimos meses, Vizcarra ha sabido ganarse la simpatía y la confianza de un vasto sector de la ciudadanía. Todo ello gracias a una combinación sorprendente de cualidades y circunstancias que han llevado a que la población valore en él un hombre justo, sencillo y disciplinado, dispuesto a entregarse al servicio del país en jornadas extenuantes de trabajo, y con un poder de convencimiento que se ha ido afinando en los últimos meses. Hace algún tiempo muchos pensaban que su falta de un espíritu más confrontacional no lo calificaba para lidiar con una clase política tan agresiva, demasiado comprometida con la corrupción y la mentira. Pero esta presunción ha demostrado ser falsa, pues Vizcarra, lejos de haber retrocedido ante las corruptelas cotidianas, ha comenzado a arrinconar a los tramposos, desplazando el juego político hacia el terreno de la luz y la legalidad, donde aquello que cuenta es la transparencia y la disposición a seguir la ley.
Hace algunos meses, muchos políticos ignoraban a Vizcarra siguiendo el dictum que establece que si no hay nada que temer por parte de la ley es también porque, llegado el caso, no habrá nada que lamentar. En ese entonces, la lucha contra la corrupción que empezó siendo el caballito de batalla del régimen era percibida como un juego inocente y sin mayor trascendencia, pues allí estaban, para proteger a los culpables, los fujimoristas y a los apristas, gente ducha en las maniobras “legales” con que se evade la justicia en el Perú. El presidente Vizcarra recién fue tomado en serio en su discurso del 28 de julio, cuando planteó llevar a las urnas el deseo de la mayoría de los peruanos por un gobierno honrado. Y resulta que, aunque no lo supiéramos, la mayor parte de los ciudadanos estábamos ya hastiados de la corrupción pero, al mismo tiempo, resignados a su imperio porque no se veía alternativa.
Ahora en cambio está claro que los deseos de la mayoría de la población se enfilan hacia un gobierno honrado y sin tolerancia a la corrupción. Se abre, pues, un período de optimismo que se revela en el sensacional incremento de la fe de los peruanos en nuestro futuro. Pero mucho nos tiene que hacer pensar que este deseo recién logre articularse gracias a la convocatoria de un “jinete solitario” como Vizcarra, dispuesto a luchar por aquello que no se creía posible: hacer retroceder, eliminar a la corrupción.
E, igualmente, nos tiene que llamar a la reflexión el hecho de que el presidente carezca de un partido que pueda defenderlo de la avalancha de críticas y mentiras que, en los próximos meses, le caerá encima para “sembrar” la desconfianza en el ánimo de la ciudadanía y para obstruir la lucha contra el buen gobierno y la corrupción.
Aun así, si se consolidara el triunfo de Vizcarra, la situación seguiría siendo muy difícil, pues el Perú es un país de áulicos, mucho más usados a la dictadura, a bajar la cabeza antes que a subirla. Por no hablar de la misma idea de diálogo que se encuentra muy desprestigiada, pues ella suele remitir a una imposición disimulada en vez de a una actitud de respeto e intercambio que permita recoger las mejores iniciativas de los otros. Entonces, no está ausente el riesgo de que a Vizcarra le suceda lo que le ha ocurrido a tantos jefes de Estado latinoamericanos, que una vez populares se endiosaron y, creyéndose profetas, terminaron concentrando todo el poder.
Ojalá este no sea el caso de Vizcarra. Aunque a mí me parece que no, pues el actual presidente combina de una manera bastante peculiar e inesperada la humildad y el deseo de poder. Aprovecho para agradecer a Fernando Berckemeyer, ya que su columna “¿Quién es Martín Vizcarra?” me resultó inspiradora para escribir este artículo.