Todos aplaudimos de pie. En el escenario habían entrado, en una disciplinada fila, un conjunto de niños con trajes naranjas y capuchas que les cubrían totalmente la cabeza, como evocando no poder sentir. Se dispusieron frente a un inmenso público y, como un dios, apareció en la pantalla una imagen cinematográfica del cruel profesor gritando. Un coro de miles de voces con miles de puños levantados gritaron a todo pulmón en Ate: “¡No necesitamos educación!, ¡no necesitamos control de pensamiento!, ¡no al cruel sarcasmo en el salón de clase!, ¡profesor, deje solos a los chicos!, ¡oiga, profesor, deje solos a los chicos!”. A pesar de la subversiva letra, Roger Waters –quien compuso la canción como parte de Pink Floyd– ha insistido que él como activista es un promotor de la educación. Sin embargo, la canción que coreábamos aquella noche fue compuesta en protesta a la educación británica de los años cincuenta que él recibió: rígida, deshumanizante y con nulo espacio para la reflexión y la crítica. Aquella educación que hacía ver a sus profesores como distantes y duros, constituyéndose sin querer en un “ladrillo más en la pared”, aquella que Waters construía alrededor suyo para aislarse de ese tedioso mundo.
Esta canción se había convertido en himno, en marcha, en protesta; la recordaba de mis años escolares, la pensaba siempre. Cuando me hice profesor, esta melodía me susurraba en el oído la necesidad de enseñar a pensar y no controlar el pensamiento, incluso enseñar a cuestionar razonablemente lo que se aprendía. Sin embargo, esa noche, había tenido miedo de estar en un concierto tan masivo, no estaba acostumbrado y lo sentía amenazante. Pero, también, me sentía protegido por Jessica, quien estaba conmigo. Ella siempre es fuerte y valiente. Sentí que mi propio concepto de masculinidad había cambiado desde hacía unos años: ahora admitía mis temores, me aceptaba mucho más vulnerable y entendía que debía aprender más. Así como seguramente otros conceptos de masculinidad han cambiado desde 1979, cuando Pink Floyd produjo “Otro ladrillo en la pared”, cuyo coro miles de personas seguíamos cantando.
Recientemente quedé movido también con la presentación de un interesantísimo libro editado por la PUCP bajo el cuidado de la antropóloga Norma Fuller, llamado de manera sugerente “Difícil ser hombre. Nuevas masculinidades latinoamericanas”. Fuller reconoce, por supuesto, lo extremadamente difícil que es ser mujer y los desafíos y amenazas que implica ser parte de la comunidad LGTBQ en el Perú. No obstante, al mismo tiempo, decide analizar y convocar a distintos autores para entender qué ha pasado con la situación del varón en un contexto tan variante como el nuestro. Si la ideología que daba privilegio político, económico –e incluso moral– a los hombres estaba tambaleando en Occidente, los cambios estructurales en el mundo durante el siglo pasado van quitando piso al sistema basado en el llamado patriarcado.
La galopante crisis económica del siglo XX hace que el hombre paulatinamente deje de ser considerado el proveedor económico de la casa y ahora, en muchos casos, ha dejado de ser el que más gana en la pareja. A pesar de que este cambio no ha venido acompañado con un mejor sueldo general para las mujeres y no ha problematizado el hecho de que muchas veces ellas tengan doble labor al ser trabajadoras y madres.
Los movimientos sociales de mediados del siglo XX que se respiran en las letras de rock que mencioné al principio dieron lugar a cuestionamientos frente a un sistema que había producido guerras y desigualdad, destacando la irrupción del feminismo como un desafío a la naturalización absurda que tenía el dominio del varón.
Los movimientos que promovían los derechos de la comunidad LGTBQ y su mayor integración en la sociedad –a través de voceros y artistas que lograban mensajes democratizadores cada vez más exitosos– fueron apartando las imágenes del macho alfa de películas de acción cada vez más anacrónicas, ahora prefiriéndose poco a poco la imagen heroica de varones tiernos y sensibles.
Si se dan cuenta, entonces, mal haríamos en limitar lo que es la identidad masculina a un asunto puramente biológico, pues lo que es “un hombre” cambia según la época, el lugar y según las exigencias de una sociedad. De ahí que prefiramos la palabra ‘género’ porque nos habla de la identidad, que es lo que vive dentro de nosotros y habla de nuestros cambios y nuestros conflictos. La identidad nunca debe limitarse a la determinación física, pues este reduccionismo ha justificado clasificaciones absurdas que han fundamentado racismo, machismo y tantos prejuicios sociales.
El solo usar la palabra ‘género’ en el currículo educativo ha despertado un temor fruto de la desinformación e ideas falsas. Se usa maliciosamente el término ‘ideología’ (se habla intimidatoria y erróneamente de ‘ideología de género’) no en su acepción de “conjunto de ideas”, sino en su forma de concepto político (y recordemos que la política está devaluada en nuestra sociedad): o sea, ideología como una forma de imposición, de apuesta inmutable y autoritaria. En realidad no es así. El género como tal es un enfoque, una suerte de “lente” con el cual podemos enseñar a observar de forma distinta y novedosa la realidad. Podremos, por ejemplo, ver cómo en los estudios de historia el rol de las mujeres ha sido minimizado o cómo en el arte, por mucho tiempo, la representación de las mujeres ha estado a cargo de hombres.
¿Qué mejor arena para pensar en que, a pesar de ser diferentes y especiales, todos tenemos iguales derechos y merecemos iguales oportunidades que en el salón de clases, el patio y las actividades escolares? ¿Es peligroso para los niños? No, no lo es. Lo peligroso es no enseñar a los niños y niñas que son iguales ante la ley, que tienen los mismos derechos. ¿Afectará y confundirá la identidad de los estudiantes? No. La educación es un espacio de reflexión y enseñar a pensar es, precisamente, no imponer ni confundir.
Volviendo al concierto en el Monumental aquella noche, el inmenso público se ha (nos hemos) convertido en parte del espectáculo: coreamos las canciones, somos envueltos por la luz y se ven como antorchas miles de celulares filmando. Como es tradición en las presentaciones de Roger Waters, un enorme globo en forma de cerdo vuela sobre nosotros y en su lomo lleva impreso un mensaje: “Mantengámonos humanos”.