A juzgar por el frenesí electoral que estos días nos azota, elegir alcalde es una fiesta en la que todos quieren participar. Pero en el mundo solo una de cada veinte ediles es mujer. Según reportaba este Diario en las elecciones municipales peruanas del 2015, de los 192 nuevos alcaldes elegidos ese año solo seis eran mujeres. En total, había 45 alcaldesas distritales de un total de 1.618. Este domingo los votantes limeños elegirán a su próximo alcalde de un menú de veinte postulantes, 19 de ellos varones. La disparidad no pasó desapercibida: en Twitter, usuarios como Patricia Gamarra notaban esta ausencia. Como todo en esa red social, los ‘análisis’ se limitaron a recordar que la última experiencia de Lima con una alcaldesa había sido poco grata y que si más mujeres no se habían presentado no había ningún impedimento para que lo hicieran. Simplemente parecería que no hay mujeres dispuestas a postular.
Jennifer L. Lawless y Richard L. Fox son dos politólogos estadounidenses que llevan más de 15 años estudiando la brecha de la ambición. Así llaman a ese abismo que nos separa de la igualdad en los números de candidatos y candidatas que se presentan a cargos de elección popular. Cada vez que hay elecciones en Estados Unidos, Lawless aparece en televisión explicando este concepto. La profesora de American University –quien por cierto alguna vez también fue candidata al Congreso– ha organizado buena parte de su producción intelectual en torno a la pregunta, ¿por qué las mujeres no postulan más? Es una pregunta tan o incluso más necesaria que la de la pertinencia de las cuotas de género. Una vez leí que para que una mujer se decida a postular a un cargo de elección popular hace falta que más de siete personas en su círculo íntimo la animen a lanzarse.
Hace una década, Lawless y Fox encuestaron o entrevistaron a 900 hombres y 900 mujeres que eran ‘elegibles’ para puestos de elección popular a escala local: líderes de negocios, abogados prominentes, activistas políticos. Encontraron, entre otras cosas, que las mujeres tenían menos probabilidades de que un partido las reclutara como candidatas, que estas son menos propensas que los hombres a creer que tienen méritos suficientes para postular, que también tenían menos libertad para conciliar las obligaciones laborales y familiares que requiere una carrera política y, de paso, menos probabilidades de soportar las exigencias de una campaña política. También hallaron que ellas perciben con más frecuencia que la cancha de la política está inclinada en favor de los hombres. Después de tal seguidilla de obstáculos incluso antes de empezar, ¿queda energía y optimismo para hacerlo?
El año pasado la consultora Boston Consulting Group (BCG) publicó un estudio que incluía a más de 200.000 ejecutivos en 193 países. Querían, entre otras cosas, desmentir la idea de que en las empresas los varones suelen ser más ambiciosos al momento de liderar y que ellos buscan más activamente las oportunidades para crecer en el trabajo. Los autores encontraron que si bien los empleados más junior tienen ambiciones y objetivos similares, la cultura de la empresa así como la edad de las personas –el momento en que tienen que tomar otras responsabilidades familiares– juegan en contra de las mujeres: “la ambición no es un atributo fijo pero se alimenta –o daña– a través de las interacciones diarias, conversaciones y oportunidades que las mujeres se encuentran a lo largo del tiempo”. Entre las recomendaciones de BCG para mitigar estos efectos estaban flexibilizar el trabajo; diversificar al equipo de liderazgo no solo en proporción sino en los roles que hombres y mujeres desempeñan; modificar el contexto informal (el modo de interactuar fuera del trabajo) e involucrar a todo el mundo en el seguimiento a los avances en la paridad.
Lo que a veces etiquetamos como ‘ambición’ es una mezcla a partes desiguales de querer y poder. Un cálculo que resulta no solo del anhelo y aspiraciones personales sino también de la percepción de que perseguir el objetivo no será una tarea estéril.