La siempre difícil y compleja relación entre quienes detentan el poder político y quienes deben ser protegidos y servidos por este puede, en muchos casos y en cualquier momento, volar por los aires si no ingresa en una profunda y urgente revisión.
Nada bien le hace al Perú, por ejemplo, el consuelo de no ser el único país en el mundo que sufre frecuentemente de una desconexión traumática entre la sociedad y el Estado, y de continuos gobiernos en “piloto automático” capaces de solo ofrecer a sus gobernados la posibilidad de salvarse por su propia cuenta.
Consuelo que parece perfectamente encarnado en quienes manejan hoy los asuntos de Gobierno y de Estado.
Los gobiernos “en piloto automático” no son una excepción ni una generalidad, pero, según sean democráticos o autoritarios, representan en el mundo un promedio preocupante de ilegitimidad, incompetencia e indolencia social, como lo revela nítidamente el desarrollo catastrófico de la más grande pandemia de la historia de la humanidad.
Precisamente a raíz de la grave crisis sanitaria y económica mundial originada por el COVID-19, millones de gobernados sin gobiernos capaces de asegurarles servicios indispensables de calidad han abierto por primera vez los ojos como platos al descubrir que su periódica delegación democrática de poder, autoridad y responsabilidad de Estado no sirve para nada.
Presidentes, primeros ministros, parlamentarios y magistrados terminan convirtiendo muchas veces las voluntades y los votos ciudadanos en una grotesca alfombra para limpiarse los pies.
El título de esta columna, aunque lo parezca, no alude al hecho circunstancial y sorprendente de la negación de la confianza por parte del Congreso al Gabinete Cateriano, porque el primero haya hecho innecesariamente lo que hizo (darle la espalda a la coyuntura sanitaria y económica en su peor momento) y el segundo no haya hecho lo que debió (salvar desacuerdos y votos con responsabilidad no personal, sino de Estado).
El título de esta columna alude, en realidad, a la casi permanente falta de sentido de gobierno en el país; vale decir, a la casi permanente falta de autoridad, dirección, control, administración y regulación de las instituciones del Estado. De ahí que cada cierto tiempo asistamos a reclamos de mano dura, autoritarismo y dictadura, como si en nuestra tantas veces recuperada democracia no tuviéramos los instrumentos legales y constitucionales suficientes para hacer prevalecer los básicos principios de orden y estabilidad político-jurídica.
Mal puede llamarse un gobierno “pilar del Estado” si, en la práctica, no funciona. Y al no funcionar el Gobierno, tampoco funciona el Estado ni, por supuesto, funciona el país. Mal puede un Estado llamarse “pilar de la democracia” si uno de sus poderes, sea Ejecutivo, Legislativo o Judicial, busca hegemónicamente imponerse sobre el otro o, peor todavía, persigue y promueve su desprestigio y disolución, como precisamente ocurrió en setiembre del año pasado con el cierre del Congreso bajo la inconstitucional figura de una supuesta “negación fáctica” de la confianza al Ejecutivo.
Nunca estuvo errado el sociólogo Julio Cotler en su terca afirmación de que el Perú careció siempre de Estado, como no está en absoluto errado el politólogo Alberto Vergara en su advertencia de que los peruanos hacemos poco o nada para evitar seguir siendo ciudadanos sin república. Y al drama de no ser lo que creemos ser institucionalmente se añade la desgracia que nos cuesta reconocer: la de sentirnos gobernados sin gobierno, dueños de un boleto ganado en cada elección democrática para un vuelo de aventura en “piloto automático” que no contempla, por cierto, un seguro contra daños y perjuicios personales ni colectivos.
Este es el Perú político al que los peruanos tenemos que darle una vuelta de campana para hacer recuperables sus perdidos fueros constitucionales e institucionales.
No tenemos que renegar de nuestra condición democrática de gobernados, pero con gobierno. Algo muy distinto de ser gobernados sin gobierno, como ahora, con administraciones regionales que han confundido autonomía con federalismo y con una justicia altamente politizada, porque judicializada está también la política.