Richard Webb

Se nos acusa de ser un país muy desigual y con un nivel de pobreza injustificadamente alto. Además, se dice que la desigualdad viene acompañada de una discriminación racista. No sorprende, entonces, que tales acusaciones se hayan vuelto el sustento principal para propuestas políticas que podrían ser calificadas como reformistas, o incluso revolucionarias. Pero la premisa es que bastaría tomar control del timón del para desaparecer la desigualdad y el racismo. Lo que se ignora en ese argumento es que, para dar un giro al timón, hace falta tener manos.

El instrumento más “a la mano” es el presupuesto público. Un decide a quién gravar y en qué gastar. Pero no es un control absoluto. Una razón es que todo gobierno tiene una pluralidad de instancias cuyas decisiones y grados de aplicación determinan el rumbo final de una nueva política. Además, si el gobierno es el conductor, debemos recordar que el “vehículo” –la colectividad entera– tiene vida propia y, por lo tanto, formas de resistir o de oponerse a la dirección escogida por el gobierno. Una ilustración de esa limitación se hizo evidente al finalizar el primer gobierno de Alan García. El fallecido expresidente retomó las políticas de creciente control estatal de la economía y creciente gasto público, implementadas por el gobierno militar de los años 70. Pero la economía se defendió a través de una explosiva inflación y una aguda recesión. Muchas de las nuevas empresas públicas quebraron, la recaudación de impuestos perdió su valor real, el dólar voló y el valor real de la recaudación fiscal colapsó. Al final, el giro radical de Alan García fue un tiro por la culata: en vez de agrandar al Estado, lo achicó.

En el caso de la desigualdad, los instrumentos del Estado son aún más débiles. Ciertamente es posible aumentar los impuestos directos y utilizar parte del presupuesto público para repartir subsidios, como se viene haciendo en la actualidad –aunque en forma muy limitada– y esa práctica es ahora parte normal de la política presupuestal. Así, en el 2004 las transferencias sociales como las del programa Juntos redujeron la tasa de pobreza de 62% a 59% de la población. En todo caso, las “manos” del Estado fueron indirectas: para el 2019 la economía misma había sacado de la pobreza a dos de cada tres familias pobres en el 2004 –se pasó del 59% al 20% en 15 años–.

Podría decirse que fue la economía misma –antes de los subsidios estatales– la que produjo la enorme reducción de la pobreza durante los siguientes años. Pero la explicación de tamaña reducción debe atribuirse no solo al crecimiento general de la economía sino también a un redireccionamiento del gasto público hacia las regiones más pobres, especialmente para dotarlas de conectividad a través de caminos, teléfono y electricidad. Es que hemos demorado en comprender la fuerza del obstáculo geográfico como barrera al desarrollo. Un video reciente de YouTube titulado “Peru’s Crazy Geography” deja de lado la acostumbrada interpretación romántica que se tiene de nuestra geografía para dar cuenta de los obstáculos prácticos de esta y lo que implican para las familias rurales más pobres.

De todas las “manos” que tiene el Estado para reducir la pobreza y el racismo, una de las más poderosas es la escuela. Viajando por la sierra, no sorprende oír repetidas referencias a las deficiencias de los maestros y se repite mucho el apodo “profesor de miércoles” para hacer referencia a los maestros rurales que viven en un pueblo distante de su colegio y asisten a la escuela solo tres o cuatro días de la semana. Pero el drama educativo ha sido multiplicado por la sindicalización de los maestros. Los directores de escuela viven el conflicto diario entre la disciplina didáctica que favorece al alumno –control de asistencia, preparación de clases, coordinación– y los intereses personales de los maestros –muchos tienen un segundo trabajo– cuya indisciplina es defendida por el sindicato. Entre las muchas batallas de una guerra contra la pobreza, entonces, debemos incluir la priorización de los intereses de las familias pobres por encima de los intereses personales de los maestros.

Richard Webb es director del Instituto del Perú de la USMP