Javier Díaz-Albertini

Cuando niño, los adultos en mi vida me enseñaron que era una falta de respeto decir que hacía algo porque “me daba la gana”. Por un lado, por ser casi siempre un desafío a la autoridad: me exigían explicaciones y no quería darlas. Por el otro, porque no era considerado correcto que actuara sin dar razones. “Porque no eres un animalito”, me decía mi madre. Se me inculcaba que éramos seres racionales y que uno hacía o decía cosas por alguna razón, especialmente si los actos o dichos afectaban a los demás.

Como señala la Real Academia Española, “dar la gana” es seguir el propio gusto o arbitrio sin atender a nada más. Es decir, es simplemente hacer algo con razón o sin ella. Lo que prima es el deseo personal; todo lo demás los tiene sin cuidado.

Una parte esencial de nuestra crisis política se debe a que nuestras autoridades hacen lo que les viene en gana. Aunque en teoría podrían estar facultados a hacerlo, en el proceso van dejando de lado a la transparencia, los escrúpulos y la responsabilidad. Sirven sus intereses mezquinos, obviando el bien común, y no les da la gana de responder por ello. Peor aún, con frecuencia lo anuncian a los cuatro vientos. El hermano de la presidenta se reunía frecuentemente con personas luego favorecidas con fondos o puestos estatales. Preguntada al respecto, la presidenta señaló: “Mi hermano no trabaja para el Estado y él está en su total libertad de recibir a quien se le pegue la gana en su cumpleaños”. Ni una sola palabra que buscara esclarecer el presunto aprovechamiento de su cercanía al poder o de qué medidas tomaría para evitarlo.

Los congresistas no se quedan atrás. Bajo el pretexto de no tener mandato imperativo, tienen licencia para hacer lo que quieran y que los demás aguanten. Cuestionada por reunirse con los asesores de la fiscal Patricia Benavides en el presunto canje por votos, la congresista Patricia Chirinos dijo, desafiante, que sí se reunió y añadió cachacienta: “Coordiné con perro, pericote, gato y mono”. O sea, coordinó con quien le dio la realísima gana. Otros congresistas no creen que sea problemático ausentarse bajo prolongadas y poco transparentes licencias personales, encubrir su asistencia a fiestas violentas o explotar económicamente a sus colaboradores.

La fiscal de la Nación, a su vez, en lugar de esclarecer las crecientes denuncias en su contra, hace lo que le da la gana al interior de la institución que encabeza. Busca defender su puesto, no sobre la base de la transparencia, sino utilizando los oscuros pasillos del Parlamento y la arbitrariedad del poder. Ni ha querido hacer algo tan sencillo como entregar su tesis de doctorado, dizque porque no quiere que “hagan escarnio de ella”. Y, para seguir con el sistema judicial, hasta el Tribunal Constitucional procede irresponsablemente al no cumplir obligaciones internacionales, simplemente porque el reo jamás ha querido cumplir las condiciones señaladas para su indulto humanitario. Igualito a cuando gobernó. No le da la gana, pues.

El gran problema es que la estructura misma de nuestro sistema político alienta esta falta de transparencia, una palabra que aparece una vez en nuestra Constitución, pero solo para hablar del origen de los recursos económicos de los partidos. Ser elegido o nombrado se convierte así en otorgamiento de una patente de corso, que los distancia cada vez más del resto de los ciudadanos y de cualquier sentido de responsabilidad.

Sin duda, el artículo 31 de la Constitución señala que los ciudadanos tienen derecho a la “demanda de rendición de cuentas”. No obstante, si no se establecen mecanismos claros y obligatorios para hacerlo, es un derecho más que cae en saco roto.

Qué bueno fuera que a nuestras autoridades les dieran ganas de gobernar democráticamente. De servir desde el cargo y no servirse de él. Ganas de viajar para encontrarse con su gente y no solo en misiones internacionales fútiles. Ganas de idear e implementar planes para enfrentar al, la escalada de la inseguridad ciudadana, la violencia de género, la pobreza. En fin, de construir un orden democrático y de bienestar, en vez de ser puntales en su desmoronamiento.

Javier Díaz-Albertini es Ph. D. en Sociología