El estado de emergencia no solo es un maquillaje efectista que produce aplausos en la tribuna. Resulta, a su vez, una herramienta política para los actores. Por un lado, el gobierno de Boluarte y su primer ministro Albero Otárola buscan aprovechar el tema para salir de su precaria aprobación y pobre liderazgo. Por otro lado, los alcaldes encuentran oportunidad de protagonismo más allá de sus comunas y, al mismo tiempo, derivan hacia el gobierno nacional el flujo del caudal de electores molestos por el incremento de la violencia (sin faltarles justificación).
Tal como lo publicó el domingo EC Data, las municipalidades de Lima Metropolitana invierten, en promedio, S/66 por ciudadano bajo el concepto de orden público. Esta cifra disminuye si apuntamos a los distritos de Lima norte. La situación se agrava cuando sus recursos propios se ven acotados por la alta morosidad de los vecinos. El alcalde de San Juan de Lurigancho, Jesús Maldonado, ha graficado muy bien la compleja situación: el 79% de sus vecinos no pagan impuestos, lo que, si bien está relacionado a los niveles de pobreza, también abre otra arista que nos lleva a las elevadas tasas de informalidad en nuestro país.
Sabemos que existe una dinámica entre las economías informales y el crimen organizado. Pero la madre del cordero, la informalidad, no está en la agenda pública del binomio Boluarte-Otárola. Las armas y los uniformes sirven para su show mediático. El “estado de emergencia”, en la práctica, se ha convertido en militares pidiendo DNI en los parques, mientras el crimen organizado sigue trabajando en la sombra, infiltrándose en las actividades económicas con suficientes recursos para corromper voluntades inclusive dentro del Estado.
Los alcaldes, en quienes los vecinos no suelen confiar, tienen claras sus limitaciones ante una problemática que está en manos del gobierno nacional, pero deben reconocer de manera silenciosa que el estado de emergencia no solucionará nada, salvo ganar tiempo y efímera popularidad. Es una lástima corroborar, en este contexto, cómo las Fuerzas Armadas terminan siendo empleadas como un instrumento político para el gobierno nacional y local.
En la agenda de los alcaldes –quienes mejor conocen lo que sucede en sus barrios– tampoco está la prevención. Sus resultados no son de corto plazo. Según un informe de Latina, en lo que va del año se han registrado 2.376 denuncias por violencia familiar en San Juan de Lurigancho, una cifra mayor que el resto de distritos del norte de Lima. ¿Cuánto y cómo invierten las autoridades edilicias de este y otros distritos en la prevención de violencia familiar, embarazo adolescente, consumo de drogas, alcohol, etc.? ¿Cuánto promueven la capacitación y oportunidades de jóvenes en riesgo? Los alcaldes y sus equipos necesitan tener una mirada preventiva y articuladora en la que el sector privado también tenga participación con proyectos de impacto social.
Hay un consenso entre especialistas, que los políticos al mando prefieren ignorar. La declaración de emergencia no soluciona problemas de fondo, es un “engaña muchachos” que aparentemente todos aceptan para esconder el polvo –la mediocridad y el autoritarismo– debajo de la alfombra.