Esta semana, hemos discutido asuntos que generan posiciones muy encontradas en el entorno político peruano (la suspensión de Patricia Benavides, el indulto de Alberto Fujimori, el golpe de Estado de Pedro Castillo, por citar algunos). Más allá de las intuiciones o posiciones formadas que podamos tener sobre ellos, quisiera aprovechar para mencionar tres inclinaciones o sesgos cognitivos que aparecen mucho en estos debates (podría mencionar más, pero no alcanza el espacio de esta columna) y que pueden ser muy problemáticos.
Lo primero es nuestra tendencia a sobresimplificar lo que estamos discutiendo como si estuviese entrecruzado por una línea que separa a los “buenos” de los “malos”.
Los seres humanos pensamos que hemos sido favorecidos en el proceso evolutivo de nuestra especie con capacidades extraordinarias que nos distinguen de cualquier otra, lo que es cierto. Pero también arrastramos una serie de rasgos adaptativos que, en otras épocas, podrían haber marcado la diferencia entre vivir o morir en manos de una fiera, pero que hoy, en un contexto muy distinto, nos llevan más bien a actuar de maneras poco racionales.
Vean ustedes. Nuestro cerebro evolucionó para poder diferenciar entre personas, animales o hasta objetos que representan una amenaza para nosotros y aquellos que no. Por eso somos tan buenos identificando, por ejemplo, las emociones en las expresiones faciales ajenas, porque así es como nos damos cuenta de quién nos quiere causar daño antes de que pueda hacerlo.
Poder diferenciar claramente entre quienes son un peligro para nosotros y quienes no lo son (digamos, entre los miembros de la tribu rival y la propia) era absolutamente fundamental en tiempos prehistóricos para sobrevivir. Pero hoy los seres humanos funcionamos dentro de sistemas mucho más complejos (el mercado, la democracia, etc.) donde todo el tiempo interactuamos con gente que ni conocemos sobre la base de la confianza y la expectativa de reciprocidad.
Idealmente, hay que decir. Porque, por más racionales que nos sintamos, esos rasgos adaptativos que les mencioné al inicio nos fuerzan a buscar todo el tiempo dónde están agazapados nuestros enemigos. Nuestro cerebro, que quiere facilitarse las cosas, crea un atajo mental que subclasifica muchas veces a las personas de forma binaria: aliados o enemigos, “buenos” o “malos”. Al hacerlo, nos priva de entender la realidad en toda su complejidad.
Lo segundo por considerar es el tribalismo tan típico de nuestra especie. Los humanos no hemos evolucionado para defendernos con garras, dientes, fuerza o velocidad extraordinarias. Necesitamos agruparnos y protegernos los unos a los otros, como un colectivo. Por eso sentimos una necesidad tan imperiosa de cerrar filas en defensa de quienes sentimos que pertenecen al mismo grupo que nosotros. Si atacan a uno, nos atacan a todos.
¿Qué es lo peor que puede hacer una persona en una sociedad tan marcada por el tribalismo? Pues traicionar a la propia tribu, la peor transgresión que puede cometer uno, merecedora de expulsión y de desprecio. Y tampoco es que la tribu rival lo vaya a recibir a uno con los brazos abiertos cuando ya probó ser un traidor. Más probable es que termine como un paria.
De ahí que mucha gente prefiera guardar silencio cuando encuentra defectos o inconsistencias en la posición del grupo al que pertenece. El riesgo de ser considerado un traidor por el mero hecho de admitir tal cosa es, sencillamente, demasiado grande.
Lo tercero es el sesgo de confirmación. Lo que hace aquí nuestro cerebro es inducirnos al error al sobrevalorar la información que confirma nuestras creencias previas y a infravalorar aquella que, más bien, las contradice. Dicho en palabras sencillas, es cuando, sin buscarlo necesariamente, terminamos viendo solo aquello que queremos ver, y no precisamente lo que está frente a nuestros ojos.
Fíjense cómo lo que les he venido describiendo es tan habitual en nuestros debates políticos: rápidamente dividimos a las personas en bandos (“caviares vs. anticaviares”, “fujimoristas vs. antifujimoristas”, etc.); asumimos que hay que defender a nuestra “tribu” a cualquier costo y que no podemos reconocerle nada a quien argumenta en sentido contrario. Tomamos en consideración solo aquella información que confirma nuestros prejuicios y preferimos ignorar cualquier evidencia que los refute.
Uno podría consolarse diciendo que, después de todo, no es nuestra culpa. Nuestro cerebro ha evolucionado para hacernos caer en estos errores o sobresimplificaciones de la realidad. Pero aquí es cuando deberíamos decir: un momentito, nuestra racionalidad –aquello de lo que nos jactamos cuando nos comparamos con otras especies animales– es precisamente lo que tendría que permitirnos superar estos tres problemas, por más que ese camino, el de la honestidad intelectual, pueda ser el más costoso en el corto plazo.