Javier Díaz-Albertini

Hace unos días, un colega que vive en Ica describía, en el grupo de WhatsApp que compartimos, las múltiples dificultades que estaba enfrentando en su ciudad producto de la crisis política. Más allá de la escasez y del encarecimiento, hizo hincapié en las extorsiones de las que eran víctimas por el simple hecho de querer desplazarse al interior de la urbe. Todo esto lo escribía, agregó, como una “humilde opinión” de alguien “varado en Ica”. Es decir, quería comunicar su vivencia ante colegas que expresaban cierta tendencia a favor de las protestas sociales.

Le expresé mi solidaridad y le señalé que un reto esencial en toda protesta masiva es controlar el posible surgimiento y actuar de un sector lumpen, dado que una crisis política-social siempre lleva a una menor presencia y efectividad de las instituciones encargadas de la seguridad ciudadana.

Poco después de responder el mensaje, otro colega me escribió, pero a mi WhatsApp personal. Lamentaba lo ocurrido con nuestro colega en Ica, pero señaló que existían “muchos asesinados por usar su libertad de expresión o por el uso despiadado de las armas”, lo que le causaba un profundo dolor y un rechazo al . No quiso compartir estas preocupaciones con el resto del grupo del chat para “no entrar en conflictos”.

Así nos encontramos: sin capacidad de expresarnos libremente sobre los acontecimientos en nuestro país. El colega iqueño no está mintiendo ni exagerando. Es un hecho que el bloqueo de carreteras lleva a una escasez de productos. También, que empodera a los grupos que lo realizan y que indudablemente algunos lo utilizan para beneficio ilícito personal. Asimismo, el Gobierno ha manejado muy mal la situación, repitiendo y exacerbando los errores, excesos y muertes tan comunes en la represión de estallidos sociales del pasado, que evidencian poca vocación democrática y una continua estigmatización del peruano provinciano, pobre y rural.

Sin embargo, una narrativa no invalida a la otra. En el actual contexto, no obstante, decir que las cosas van mal en Ica por los excesos de las protestas te convierte en un derechista y afirmar que el Gobierno ha reprimido de forma asesina te transforma en un izquierdista radical. Este es un efecto más de la polarización en una realidad carente de diálogo. Se alimenta de la incapacidad de integrar realidades, de la falta de empatía y de una sobreideologización que mata la conversación y alimenta las consignas. Y eso quieren los extremos, una negación del encuentro de voluntades. Y no estoy hablando necesariamente del diálogo entre el Gobierno y los grupos protestantes, sino al interior de la misma sociedad civil, que es la llamada en estos momentos a proponer los caminos a seguir.

Se podría decir que, muchas veces, “la democracia con sangre entra”, pero no todo enfrentamiento violento lleva inexorablemente a su mejoramiento o ampliación. Estudios muestran (Opp, 2019) que, durante extensas, la aumenta por parte del gobierno cuando ve peligrar su principal meta: mantenerse en el poder. Del lado de los protestantes, a su vez, incrementa cuando perciben que son capaces de acorralar al gobierno y, además, que este no tiene suficiente capacidad represiva legítima como respuesta. Si ambos contrincantes comparten la percepción de que el uso de la violencia les favorece, entonces el peligro es que se entre en un espiral, con la mayoría de la población atrapada en el medio. Esto justamente alimenta la polarización que mencionamos antes.

Un problema adicional, en nuestro caso en particular, es que no hay una clara indicación de lo que se quiere construir, más allá de algunas reivindicaciones específicas. Sacar a la presidenta Dina Boluarte, cerrar el Congreso y elegir una asamblea constituyente son demandas que, para muchos peruanos, tienen un enorme significado simbólico, pero muy poco contenido en términos reales. El hartazgo hacia lo existente no es un buen timonel, a menos que esté acompañado de propuestas consensuadas y de una libre competencia entre las opciones. En pocas palabras, para la construcción de una institucionalidad democrática que nos congregue en un país caracterizado por su nula confianza interpersonal e institucional resulta claramente insuficiente pedir que demos un “salto de fe”.

Javier Díaz-Albertini es sociólogo